Manuel
León
Redactor-Jefe
de La Voz de
Almería
Llegó
con su guitarra y un Bisonte en los
labios y se refugió en Casa Piña, un
islote de creatividad en la montaña de Mojácar, mirando al mar. Eran finales de
los 70, con Franco criando malvas, e inaugurando en este país un nuevo
territorio de libertad (Mojácar siempre lo fue). Allí llegó el granadino, a
inspirarse entre ramblas secas y solitarias, a huir de la popularidad cosechada
con sus primeras canciones. Alguien le habló de un espacio mítico y tolerante,
un lugar calcado de su Sacromonte, de su Albaicín, donde los moros también
hicieron patria.
Portada del libro de Miguel Ríos |
Y
allí se perdió ese canalla de la música, explorando acordes entre porros de
marihuana y los arroces del Puntazo.
Allí compuso Verano del 78, una de
las baladas que mejor han retratado el espíritu de Mojácar. Y allí siguió
volviendo, anónimo, con gafas de miope, en escapadas de aluvión, en los 80 y en
los 90 a
ver a sus amigos mojaqueros, a Tito del Amo, a Jorge Pardo, a comer tacos y
enchiladas en Las Ventanicas.
Ahora,
al llegar a la edad más erótica, este rockero
jubilado, como le gusta llamarse desde que se retiró hace un par de
años de los escenarios, se ha metido a escritor, a rapsoda de su propia vida.
Ha presentado en Madrid Cosas que siempre
quise contarte (Editorial Planeta), un relato que le nace de muy dentro de
las tripas y, donde, cómo no, también está reflejado el ramalazo de Mojácar en
sus años mozos.
Un
volumen que navega entre la música, el fútbol, la vida, el humor y el amor,
también las drogas y el sexo, los mismos ingredientes con los que el granadino,
casi setentón, flirteó en el pueblo del Indalo y la tía Cachocha.
Ríos
fue un mito para las generaciones de jóvenes de los primeros ochenta que
crecieron con el Discoplay en las manos y el acné en la cara. Quien tuviera en
su casa, en aquella época, el doble LP del Rock&Ríos
era un Dios entre la pandilla. Más de uno recordará aún como desenvolvía el
vinilo, cuando llegaba contrareembolso, cómo olía a nuevo, cómo se pinchaba en
el tocadiscos y cómo sonó por primera vez en el plato Buenas Noches, Bienvenidos.
Miguel Ríos, en sus comienzos |
A
Mojácar Miguel llegó cuando ya se había ido el pionero Enrique Arias y cuando
acababa de llegar Sancho Gracia y Eduardo Fajardo a rodar Curro Jiménez. Estaban hechos la una para el otro (Mojácar y
Miguel), como una parte más del paisaje. Ese Ríos de la época recorrió La Fuente , el Moño Alto, El Pimiento, disfrutó de la lucidez de la cal y de las buganvillas
derramándose por los alféizares y los arcos de herradura.
Miguel
siempre encontraba un hueco, un fin de semana, un pálpito, para poner rumbo a
Mojácar, para ensayar canciones y cargarse de vitaminas de día y de la luna de
Macenas, de noche. Acompañado de sus colaboradores, con sus rizos y el aire
canalla que siempre ha gastado, en Mojácar empezó a componer muchas de las
canciones de discos como Los viejos
rockeros nunca mueren o Al Andalus,
con uno de los temas Un día en Mojácar,
el mismo año que Triana grabara su Hijos
del agobio. En sus giras, por eso, había de todo y en sus canciones
aparecían ecos de la Alhambra ,
de las mujeres mojaqueras, de las sinfonías de Beethoven y del rock riobajeño.
Alternó
en esos años con Tequila, con Triana, en tiempos de Generación Límite y de La
huerta atómica contra las bases nucleares de Reegan. Mojácar era entonces
-y sigue siéndolo, a pesar de todo- la ciudad europea del embrujo, la mezcla
ecológica de las aguaderas con las estampas de José Mario Albacete.
Y
Miguel, el abuelo del rock nacional, ahora que hace balance de su vida, seguro
que guardará en su alma el recuerdo ignífugo de Mojácar, la alfombra de espuma, como la definió en su canción del verano del
78.
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