Miguel Ángel Blanco Martín
Periodista, Asociación de Escritores y Críticos de Cine de Andalucía, Asecan
La
película Caníbal es sobria, fría, de caminar lento, sin concierto musical de
compañía, llena de quietudes, de interrogantes, aparentemente con falta de
respuestas, es intrigante, sin apenas explicaciones sobre los acontecimientos
que suceden sin más. Es, también, una manera de ver y sentir Granada. La
película podría titularse Caníbal en Granada. Pero es, sobre todo, imagen. Y
el cine es, sobre todo, contar historias en imágenes, lo cual es un riesgo para
determinados espectadores. Y Manuel Martín Cuenca no renuncia a las imágenes
arriesgadas como contador de historias, de momentos, de hechos y situaciones.
Canibal |
Está
claro que Manolo Martín Cuenca va por libre en la senda del cine español, aunque
en este territorio no está solo (hay otros cineastas con el mismo sentimiento
creador). Su concepción de cine de autor es, pues, personal, nada que ver con las líneas
marcadas por la cultura oficial del cine-espectáculo. Cada película suya se
adentra en un mundo en el que el cineasta observa, indaga para que cada
historia tenga los rasgos de la realidad que en ese momento quiere desvelar. Y
naturalmente Caníbal tenía que responder a esta trayectoria del cineasta
almeriense.
Nadie le puede acusar de falta de coherencia, se esté de acuerdo o
no con sus películas, con su forma de ver y proyectar la imagen del mundo y la
actualidad. Y como es obvio, su cine no puede dejar indiferente, de ahí que la
mejor respuesta es que despierte el sentido crítico del espectador. A Caníbal no se puede ir a pasar el rato.
El
inicio de la película es un punto de partida clave para la imagen del film. Un
plano largo, de varios minutos, una gasolinera en la distancia, gris, luz,
blanco y negro, color matizado, alguien se mueve, una atmósfera, que
personalmente me hizo recordar a la obra del pintor estadounidense Hopper. Este
momento inicial transcurre en silencio absoluto. Y es que no hay sonido, sólo
silencio. Después, se intuye la presencia de un observador, el personaje.
La
película transcurre sin banda sonora musical, sonido más o menos directo, los
ruidos, los sonidos, son los que transcurren en la ciudad o en el paisaje. Y
mientras tanto, el caníbal, un sastre del que apenas sabemos nada, mata mujeres
a las que devora, en soledad y sin inmutarse. Sin razones ni causas. No se dan
en la película. El caníbal se mueve en
la lentitud vital, hasta que conoce a una mujer de la que se supone que se
enamora. Puede ser la mujer de su vida en medio de la tragedia personal, de la
rutina de su oficio de sastre, fuera del tiempo, un enigma que permanece.
Martín
Cuenca sitúa la película en Granada y aporta, en estas circunstancias, una
identidad urbana muy reducida, la zona antigua del Darro, en la mayoría de los
casos, y el paisaje invernal de Sierra Nevada. Si hay soledad en el domicilio y
taller del sastre, también en las alturas de la montaña.
Y junto a esta imagen diversa está la identidad de la
escenografía de las procesiones, como un ritual que tiene atrapado al personaje,
que asiste, por ejemplo, impertérrito a la misa, donde el sacerdote consagra la
carne y la sangre de Jesucristo (“tomad y comed porque esta es mi carne”). Es
el retrato interno de Granada que Martín Cuenca construye para Caníbal y que
marca el escenario final de la historia.
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