Pedro
M. de la Cruz
Director
de La Voz de
Almería
El
calendario camina implacable hacia el quinto aniversario de aquel 20 de octubre
en el que el poder político y económico de El Ejido tembló y los ciudadanos tienen
la decepcionada sensación de que aquel trueno corre el riesgo de acabar
consumiéndose en su
eco. El manto de silencio que desde hace años acompaña al Caso Poniente posa una pátina de olvido que muchos
confunden con indolencia.
La Voz de Almería de hoy |
Seguro
que no es así; pero lo parece. Los peritos de Hacienda continúan haciendo su
trabajo, pero el tiempo transcurrido, los jueces por los que ha pasado la
instrucción y la relajación política en la exigencia para que se aclaren todas
las responsabilidades a que hubiera lugar, inducen al error de pensar que la
tormenta de entonces quede en la calma de la levedad penal.
La
técnica procesal impone el cumplimiento escrupuloso de la de todos aquellos
indicios racionales que colaboren en el esclarecimiento de los hechos y la
complejidad de un entramado articulado presuntamente para delinquir no es fácil
de desmontar. Construir una trama es difícil; desmontarla, más. Todo debe
hacerse para que ningún error acabe convirtiendo en vacío penal lo que tantos
pusieron tanto empeño en levantar para, presuntamente, enriquecerse.
Pero
esta comprensión del tiempo procesal no evita la convicción de que en España la Justicia camina por una
vía tan lenta que a veces acaba perdiéndose en el horizonte de la prescripción.
En
Almería no es sólo el Caso Poniente el único síntoma de esta lentitud exasperante.
Hay otros sumarios que se acercan con inquietante similitud. Las facturas falsas del Patronato de Turismo de Diputación
o la desaparición inexplicada de más de trescientos mil
euros en cheques firmados por políticos y cobrados por funcionarios en la
delegación de Medio Ambiente recorren el laberinto judicial, como en el Caso
Poniente, con más lentitud de la que todos desearían; bueno, todos menos los
implicados en los presuntos fraudes, ellos no tienen ninguna prisa.
El
riesgo de esta acumulación de dilaciones, sin duda procesalmente justificadas, está
no sólo en el riesgo de la prescripción; también en la percepción de que los
responsables de las mismas son los jueces que las instruyen. Es cierto que
habrá casos en los que esa responsabilidad será imputable a la indolencia del
instructor, pero la consideración acertada se acerca, en la inmensa mayoría de
los procedimientos, a aquella que imputa esta responsabilidad a la carencia de medios
con que se trabaja en los juzgados y, en otras circunstancias, a la ausencia de
instrumentos con que la policía judicial realiza su trabajo.
Conviene
tener en cuenta que un juez no investiga: ordena a otros la investigación, pero
no la dirige; por cierto, unos “otros” que dependen de sus superiores, siempre -y
este no es un perfil inocuo- nombrados por políticos. Es aconsejable no
olvidarlo porque existe la tentación de pensar que quien facilita los medios para
que se investigue, a veces y en determinadas causas, no lo hace con la suficiente
intensidad cuantitativa y cualitativa.
En
los casos de Almería que nos ocupan la certeza de las causas de esas dilaciones
se encuentra tanto en la acumulación de procedimientos en una planta provincial
con un número de juzgados insuficiente como en la carencia de medios para
agilizar la investigación. También en unos plazos tan inexplicadamente flexibles
(¿cómo puede justificarse que una entidad bancaria tarde meses y meses en
comunicar al juzgado quién ha cobrado un cheque, como ha ocurrido en los
300.000 euros de Medio Ambiente?), que obligan a pensar que el funcionamiento de
la Justicia
en nuestro país permite una tramitación tan anticuada que retrasa aún más la
instrucción de los procedimientos y, por consiguiente, el perjuicio que ello
conlleva para quien es inocente y la ventaja para el culpable.
En
Almería faltan jueces. Una sociedad compleja, con una demografía en continuo
ascenso durante la última década y con una sociología incontrolable por la procedencia
de los que llegan y por la alegalidad en la que (miles de ellos) viven no facilita
la resolución de los casos judiciales. Cuando se dan estas circunstancias la realidad
va a ir siempre muy por delante de los mecanismos oficiales que están obligados
a ordenarla; no sólo desde el punto de vista penal, también desde el educativo,
laboral o sanitario.
Pero
mientras en el tráfico cotidiano por el que transitan los juzgados estas
situaciones se valoran desde la “normalidad” forzada por las circunstancias, en
los procedimientos por presuntos delitos de corrupción política la alarma suena
con mucha más virulencia. Y es ese ruido tan sonoro del silencio procesal lo
que despierta la inquietud ciudadana de si no nos acercamos al riesgo de que
quienes hayan podido delinquir queden, al cabo, sin la exigencia de las
responsabilidades a que, en cada caso, hubiera lugar.
Dejemos
actuar a los jueces. Pero que el tiempo de silencio necesario a que obliga su
trabajo no aliente la sospecha de que quienes lo han podido hacer acaben no
pagándolo.
(Publicado en la edición de papel de La Voz de Almería. Autorizada su reproducción).
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