El País
El
diario El País publica este domingo un amplio artículo, escrito por Rafael Moreno, sobre la labor periodística
de los hermanos Tito y André del Amo en las bombas de Palomares, que cumplirán
aniversario dentro de unos días, y que por su interés reproducimos. Muchos de
los datos que se ofrecen en el artículo fueron tratados en La Opinión de Almería hace
ahora algo más de dos años por nuestro colaborador habitual el periodista
Antonio Torres, director de Canal Sur en Almería, testigo directo también de
aquel acontecimiento (enlace: .http://www.laopiniondealmeria.com/2011/09/tito-del-amo-mojacar-en-la-modernidad.html)
Tito del Amo / El País / A. Bonilla |
Tito‘s
es uno de los chiringuitos más concurridos de la playa de Mojácar (Almería).
Con palmeras, mirador al mar, cocina de toque oriental y música en directo los
domingos. Pocos de sus clientes conocen, sin embargo, la historia completa de
su propietario, un norteamericano bonachón, de larga melena plateada, que aún
no ha perdido el acento pese a llevar casi 50 años en España. Como tampoco
saben que llegó a la
Península por su hermano. “André vive ahora recluido en
Filipinas. Solo le interesa el windsurf”, relata Tito del Amo, 75 años, dos más
que André.
Los
Del Amo, que nacieron en Los Ángeles en plena II Guerra Mundial, decidieron
regresar a la tierra de sus antepasados. André llegó primero y encontró trabajo
en la oficina de United Press International (UPI) de Madrid dirigida por Harry
Stathos, un veterano periodista que había combatido en la Guerra de Corea. Luego
llegó Tito. “Nada más aterrizar, en 1965, André me dijo que tenía que conocer
dos cosas: Mojácar y Pamplona. Decidí empezar por el primero y me enamore al
instante”, recuerda ahora.
Así
empieza la relación de André y Tito con las bombas de Palomares. A primera hora
del 17 de enero de 1966, un bombardero del Mando Aéreo Estratégico de Estados
Unidos, que transportaba cuatro bombas atómicas, cada una con un poder de
destrucción 75 veces superior a las lanzadas sobre Hiroshima, choca con un
avión cisterna KC-135 durante una operación de reabastecimiento sobre el cielo
de Almería. Todos los miembros de la tripulación del KC-135 fallecen y solo
sobreviven cuatro de los siete del B-52. Tres de las bombas caen en tierra y
dos de ellas sufren una pequeña explosión convencional esparciendo material
radioactivo. La cuarta se hunde en el mar.
Inmediatamente,
la Embajada
de EE UU en España informa al Gobierno de Franco. La comunicación se establece
a través de Agustín Muñoz Grandes, entonces vicepresidente del Gobierno, y del
Ministerio de Asuntos Exteriores, por una parte; y el embajador estadounidense
en Madrid, Angie Duke, por otra. Prácticamente en el mismo momento, las
agencias de noticias extranjeras comunican la noticia del “accidente aéreo” sin
mención alguna al armamento atómico. Muñoz Grandes se apresura a “coordinar”
con los estadounidenses la información que debe darse a la prensa. El
comunicado del Ministerio del Aire español evita incluso especificar que se
trata de un bombardero —habla de un “jet de gran radio de acción”— y se limita
a señalan que buscan recuperar “elementos de carácter secreto militar”. Franco
había dado instrucciones de lo que se podía decir y no y vetó cualquier
referencia al armamento atómico, según confirma ahora el informe del Proyecto
de Investigación Histórica Número 1421 del Departamento de Estado de EE UU,
desclasificado recientemente para la ONG National Security Archives, y que en
principio debía permanecer secreto hasta 2035.
André del Amo en los años 60 Foto: El País / Tito del Amo |
La
preocupación de Franco consistía en no dañar la principal fuente de ingresos
del régimen, el turismo. Pero Washington también tenía su propio objetivo para
acatar el veto de la dictadura. Según el informe del Departamento de Estado,
Duke recibió instrucciones de hacer todo lo posible para mantener la
autorización española para seguir sobrevolando su territorio, algo que, sin
embargo, quedó prohibido cinco días después del accidente. “En un principio, el
Departamento de Estado quiso dar publicidad al tema nuclear. El Gobierno
español, sin embargo, se negó rotundamente a facilitar cualquier detalle a la
prensa”, explica el documento oficial.
En
un primer momento, la estrategia funcionó. El 19 de febrero, dos días después
del accidente, la prensa pareció perder interés, para satisfacción de los políticos.
El director general de Norteamérica del Ministerio de Exteriores, Ángel Sagaz,
se reunió con Duke para resaltar el temor de las repercusiones que podría tener
en la opinión pública española que se supiera la pérdida de una de las bombas
(la que cayó al mar no se había localizado) y las consecuencias de la radiación
atómica. Las reticencias españolas eran tan grandes que incluso rechazaron la
propuesta estadounidense de dar el visto bueno a un comunicado en el que se
agradecía a España su colaboración. Preferían el silencio. Lo que no sabían los
dos diplomáticos es que André del Amo ya había salido en coche hacia Almería en
compañía de Leo White, corresponsal del británico Daily Mirror. El coronel
Barnett Young, jefe de Prensa de la Fuerza Aérea , les advirtió de que no husmearan.
“No es lugar para historias escandalosas o hipótesis descabelladas”, respondió
cuando le preguntaron si el bombardero transportaba bombas atómicas.
Según
relata Tito del Amo, su hermano logró la exclusiva en el viaje de vuelta. “Cuando
regresaba se encontró con un policía militar estadounidense que buscaba a
alguien que pudiera traducirle. Quería que unos locales se marcharan de la zona
porque existía peligro de radioactividad. André no dijo nada y tradujo. Al
regresar al coche, le preguntó inocentemente si estaban preocupados por las
bombas. Y, sin más rodeos, el militar estadounidense le confirmó todo”. Al día
siguiente, The New York Times publicó la historia de UPI y, además de
reconocer que había una bomba atómica, describía la masiva operación de
búsqueda que se realizaba en las proximidades de Palomares.
Los
documentos estadounidenses desclasificados ahora señalan que cuando Franco leyó
la noticia de UPI enfureció hasta tal extremo de que ordenó censurar la
publicación de esa noticia en España, prohibió la distribución de la prensa
extranjera y ordenó a Sagaz que se quejara duramente ante Duke y amenazara con
“medidas unilaterales”. De acuerdo con el telegrama enviado a Washington que
resume la reunión, Sagaz habló de “extrema preocupación”, “emergencia” y
“crisis”. El embajador estadounidense también llamó por teléfono a Stathos
retándole a que revelara las “fuentes diplomáticas estadounidenses”.
Preocupado, el delegado de UPI reconoció que la confirmación la había obtenido por
“otras fuentes” y pidió disculpas por haber enviado la información sin
comprobarla con la Embajada.
El Gobierno estadounidense tardó 40 días en reconocer
oficialmente la existencia de bombas atómicas a pesar de las pruebas. Para ello
había que retorcer la verdad. En otros documentos desclasificados, en este caso
de la Comisión
de Energía Atómica, se encuentra un argumentario preparado expresamente para
unificar el mensaje de los portavoces oficiales de EE UU. Un cuestionario de 23
preguntas —las más difíciles que podía formular el periodista más agresivo—
cuidadosamente respondidas para defender la versión oficial.
Las
instrucciones eran claras: negarse a contestar sin rubor, desviar la atención e
incluso poner en cuestión al propio periodista. A la pregunta, “¿Ha perdido
Estados Unidos una bomba atómica?”, la respuesta sugerida era: “El Departamento
de Defensa señaló que llevaba a cabo una búsqueda de ‘material clasificado’.
Por razones de seguridad, no podemos hacer más comentarios. [Y si fuera
necesario] No confirmamos o desmentimos la localización de ninguna bomba
atómica”.
Y si alguien preguntara por el riesgo que corría la
población. La respuesta sería: “No puedo hablar de cantidades porque es un tema
clasificado. ¿Conoce usted cuando se puede considerar peligroso? Lo que podemos
decir es lo que hemos dicho: los expertos tienen pruebas de que no es peligroso
para la salud”.
Quizá
por los problemas con Franco o porque los norteamericanos no encontraban la
cuarta bomba, Stathos y el corresponsal de AP, la otra agencia estadounidense
en España, propusieron al otro hermano Del Amo que persiguiera el tema. “Como
la cosa se alargaba, me contrataron para que lo cubriera sobre el terreno. Yo
tenía casa allí. Me pagaban 500 pesetas al día, una pequeña fortuna. Me alquilé
un Seat 600 y así me quede seis semanas en Palomares”, recuerda Tito. El
trabajo consistió en seguir la búsqueda de la bomba en el mar y las tareas de
descontaminación y enviar toda la información y las fotografías que obtuviera.
El material gráfico era tan abundante [alguno se publica junto a este texto]
que cada dos días viajaba en su Seiscientos a Murcia para darle los carretes al
maquinista del tren de Madrid. “Era difícil porque nadie quería decir nada.
Pero era mi trabajo”, recuerda Tito desde el chiringuito que levantó a 18 kilómetros del
lugar de sus recuerdos.
(Enlace con el artículo original: http://politica.elpais.com/politica/2014/01/10/actualidad/1389380890_638006.html)
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