Miguel Ángel Blanco Martín
Periodista
En pleno ceremonial de la
narrativa de nuestros días, dominada por la artificialidad de la llamada
“novela histórica” y la banalidad de las narraciones que terminan transformadas
en series de televisión (otro lenguaje, el de la imagen, diferente del literario),
es recomendable dirigir la inquietud del rigor de la lectura hacia el mundo de
la literatura infantil o de la poesía, dos territorios aparentemente sin
contaminar por el mercado, aunque esto sea cada vez más difícil. Un ejemplo
reciente, en el terreno de la narrativa infantil, es el libro El viaje de Edgar, de Pilar
Quirosa-Cheyrouze (Tetuán, Marruecos), escritora almeriense que compagina sus
itinerarios creativos por la literatura infantil, la narrativa y la poesía. Es
en el campo poético donde mantiene su territorio más personal, lo que
constituye también una especie de atmósfera que suele estar presente, en sus
creaciones literarias de cualquier género.
Ahora de lo que se trata
estrictamente es un texto bajo el criterio de “literatura infantil”. Y el
resultado es que El viaje de Edgar es
un buen texto. Ameno, directo, imaginativo, sencillo, breve. Y con un tono
divulgativo, en este caso, del acontecer astronómico, el cosmos, el cielo y las
estrellas y todo lo que convierte la contemplación del espacio, con ojos infantiles,
en una fábrica de sueños, aunque es aquí donde surge la principal duda
literaria, ante el exceso cometido por la autora. El derecho a soñar es el
ejercicio del que parte, pues, Pilar Quirosa, desde la inocencia e ingenuidad
del personaje-protagonista del relato. Y para ello desarrolla una estructura
esquemática, directa y de síntesis, aunque existe cierto desequilibrio entre la
intención divulgativa y el mundo literario.
Me acerqué a El viaje de Edgar, con una puesta en
escena particular, con banda sonora, en el cuarto de estar donde he leído el
libro, en este caso la Sinfonía del Nuevo
Mundo, de Dvorak, que me arropó y acompañó durante mi viaje personal, libre
e imaginario, por las 122 páginas del relato. Tengo que reconocer mi resultado
satisfactorio, no exento de interrogantes, sobre las inquietudes de un niño de
último curso de Primaria, obsesionado por el cosmos y que mantiene un contacto
por telepatía con un niño de una galaxia lejana, que avisa sobre los peligros
que se avecinan sobre nuestro planeta. En este sentido, la autora pone su
particular sello ecologista al relato. Es posible que mi ejercicio lector
hiciera posible mi metamorfosis en otro chaval, dejando aparcado mi condición
de periodista. Y aunque sólo sea por estos momentos de despojarme de la
condición de jubilado, ha valido la pena viajar a este otro mundo que me ha
facilitado la literatura infantil.
De todas maneras, como el
espíritu crítico, que acompaña a la condición del niño que no para de hacerse
preguntas por todo, siempre está presente en el lector que convierte el relato
en algo propio, hay que abrir más expectativas a El viaje de Edgar, quizá por el exceso de síntesis divulgativa de
la información científica y en el noticiario de acontecimientos que acompañan la
realidad de nuestro mundo. Se puede echar en falta, desde la imaginación más
abierta, una presencia más notoria del pequeño mundo particular de Edgar, para
indagar más allá de lo que ofrece el relato, para conocer más de sus pequeños
amores, compañeros del colegio, de sus correrías de cada día, en familia o
entre amigos, de un niño que está descubriendo la vida a través del Universo
estelar. Ese otro cosmos, lleno de estrellas que perviven con los ojos cerrados
y que sólo está presente por pequeñas sugerencias. Y todo eso mientras que la
apoteosis de la Sinfonía del Nuevo Mundo
llega a su final. Con el descubrimiento, de lo que es posible encontrar más
allá de las palabras.
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