José
Fernández
Periodista
A
medida que el tiempo nos va acomodando en los cauces del brioso torrente de la
vida, vamos mudando nuestras certezas y acumulando capas de descreimiento generalizado.
Ya no nos parecen tan importantes algunas cosas que antaño nos lo resultaron o,
al menos, aumenta la distancia con la que medimos la pasión que profesamos.
Y a
estas alturas, me parece más insoportable la idiotez semántica que la mentira
política. Uno está acostumbrado a tratar con embustes, olvidos, incumplimientos
y retrasos generados en torno a la sigla o al interés partidista, sin olvidar
las maniobras de descaro y aprovechamiento urdidas desde el sectarismo o la
ambición personal.
Son
ya muchos años. Y casi todo eso me resulta más venial o indoloro que la
voluntaria perversión
del lenguaje en busca de objetivos políticos. Cuando se habla del
distanciamiento entre los políticos y la sociedad a la que sirven, casi siempre
se procesa esta idea en torno al delito y a la corrupción, pero en pocas
ocasiones nos fijamos en la rusticidad de algunos comportamientos que, a mi
juicio, inhabilitan al político tanto o más que el cohecho, el sobre o el
langostinazo de gañote.
Por
ejemplo, el pasado viernes la consejera de Fomento vino a Almería a firmar un nuevo
convenio con el Ayuntamiento para la rehabilitación de la ruinosa Casa
Consistorial. No hablaré ahora de esos embustes a los que me refería antes. Me
limitaré a decir que en su intervención, doña Elena Cortés, Consejera de
Fomento y Vivienda de la Junta
de Andalucía, habló de “almerienses y almeriensas”, en ridícula demostración de
hasta dónde se puede llegar con tal de afianzar e imponer la consigna políticamente
correcta.
Se
piensa como se habla y en Andalucía se puede llegar nada menos que al rango de
ministro autonómico sin saber hablar. Por lo tanto, tampoco debe hacer falta
saber pensar mucho para llegar tan alto en esta república de mediocridad. ¿Será
esto lo que quieren exportar a Europa?
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