Pedro
M. de la Cruz
Director
de La Voz de
Almería
Me
lo dijo el Domingo de Ramos en el atardecer irrepetible de cera y azahar que
abre la semana mágica sevillana. “Conozco bien Andalucía y después de recorrerla
durante seis años he llegado a la conclusión de que los almerienses son los andaluces
que más se parecen a lo que son”.
Edición de hoy de La Voz |
Siempre
que fuera de Almería (dentro es imposible: el principal enemigo de un
almeriense siempre es otro almeriense), siempre que alguien de fuera, digo,
elogia a los almerienses siento una íntima satisfacción, temo que imposible de
disimular. Ante cualquier halago colectivo a mis paisanos me abandono siempre y
por principio a la certeza de su acierto pero, unas horas más tarde, y también
siempre y por principio, vuelvo para buscar la sinceridad del elogio y las
razones de su merecimiento.
Así
lo hice y quien me lo dijo -el director regional de una de las corporaciones más
importantes de España- creo que vistió sus palabras con un hábito (tan habitual
en esas fechas en las calles pero tan inusual en el alma sevillana) de
sinceridad y convencimiento. Somos los andaluces que más nos parecemos a lo que
somos. Parece un bucle de palabras pero, en su literalidad, se encierra una
verdad en la que los almerienses, tan dados a no mirarnos a nosotros mismos,
nunca hemos reparado.
Tengo
escrito en estas cartas que, si una persona escucha a tres andaluces conversar,
sabrá a qué provincia pertenecen con solo prestar atención a lo que dicen. El
que hable bien de Sevilla será sevillano, el que de Sevilla habla mal será malagueño,
el que hable mal de Almería será, sin duda, almeriense.
Es
una enfermedad infantil contra la que no encontramos vacuna. Detrás de algo
positivo siempre encontramos agazapado un perfil que acabará ensombreciendo su
bondad. Detrás de alguien que triunfa -seguro, te lo digo yo, te dice el listo
de guardia- se esconde algún comportamiento ilícitamente subvencionado, si no
algo peor. Es la maldición provinciana del “abajo el que suba”.
Sin
embargo cuando, quien nos mira, lo hace desde extramuros, ve una realidad
totalmente distinta. Menos para la clase política, para la que nunca hemos
contado ni contamos nada, los demás ciudadanos andaluces que se han acercado a
conocernos reconocen la capacidad de innovación y emprendimiento de una
provincia que, en apenas cuarenta años, ha avanzado más, mucho más que en cuatro
siglos.
Los
motivos de este avance son muchos y hay entre nosotros expertos analistas e
historiadores que un día habrían de dedicarse a la búsqueda de todas aquellas
calles que han conducido a la plaza abierta e innovadora que es hoy aquella Almería
que, hasta hace apenas un suspiro de tiempo, era, tan machadiana, de “cerrado y
sacristía”.
Pero
quizá no recorra el camino del error si busco y encuentro una de esas causas en
la ausencia de apellidos de tradición rentista y abolengo rural. Almería fue
tan poco de subvención durante tantos siglos que, por no tener, no tuvo ni
apellidos ilustres. Es verdad que hay
algunas tramas familiares que, sobre todo en la capital y en algún pueblo,
paseaban su distinción de casino provinciano prendida en la solapa de la
herencia paterna, pero nunca traspasaron los límites de la tercera generación y,
quienes llegaron a ella, lo hicieron en medio de un clima de decadencia que, más
que a la admiración, movía ya a la compasión.
Hoy
la situación es total y felizmente distinta. El apellido ha dejado de contar y
quien hace cada día esta provincia son las decenas de miles de ciudadanos que
han alcanzado la aristocracia del trabajo, el único título válido en una
sociedad moderna como la nuestra. A los patriarcas -¡cuánto te admiramos, Gabo!-
les llegó su otoño aquella mañana en la que Paco el piloto, en el Macondo pedregoso
de Roquetas, se convirtió en el Melquiades del campo y demostró a todos que con
los inventos de Bernabé Aguilar, ingeniero del Instituto Nacional de Colonización,
podía acabarse con mil años de soledad.
La
rueda se puso en marcha y desde entonces no ha parado. No solo no ha parado
sino que ha recorrido otros caminos y ha abierto muchas veredas a las que todavía
no se les atisba el final. Y es que en esta tierra no son solo ocho los
apellidos que la construyen. Son muchos, muchísimos más. Esa es nuestra fortaleza.
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