Antonio Felipe Rubio
Periodista
Al margen de enrevesados litigios, se echa de menos
un sensato aporte de sentido común en el interminable conflicto del Hotel
Algarrobico. Tal como reza el adagio-maldición “ten pleitos… y
los ganes”, el efecto maléfico se acrecienta cuando, además de los tribunales
de justicia, intervienen los políticos. Esta infernal combinación consigue los
efectos contrarios que un ciudadano presume desde su inserción en un pretendido
Estado de Derecho. Y no es que desprecie las garantías, cauciones, recursos… es
razonable que se agoten todos los resquicios legales, así como se ha
evidenciado el hastío de la población y la incompetencia de terceros actores (políticos,
instituciones, grupos activistas diversos…) que han utilizado este argumento
como estandarte de una notoriedad y prestigio que sólo obtiene éxito cuando se
salen con la suya a base de una contumaz beligerancia que pretende la
contaminación intelectual de sus convicciones y la sentencia preventiva.
Es norma del Universo que a toda acción le secunda
una reacción. La física puede prever el alcance y efectos de una reacción
provocada por una detonación, radiación, presión, temperatura, etc. pero resulta
imposible emprender acciones a riesgo calculado cuando interviene el factor
humano con las variables de sectarismo, ecologismo, fundamentalismo y obsesiva
obcecación.
Hay gusto como hay colores, y es respetable que
disguste contemplar una construcción inconclusa en una cala desprovista de
referentes artificiales. Igualmente sería un adefesio dejar a medio hacer el
Taj Mahal, con andamiajes, colgajos y el solar roturado sin vegetación
ornamental y una oquedad precursora de un estanque sugerente de frescura y
evocadores reflejos. Ya sé; no hay comparación, pero las cosas hay que verlas
terminadas y en su contexto.
Hemos aprendido a admirar a Nueva York con
abigarrados e imponentes rascacielos; y hasta el Puente de Manhattan tiene su
encanto a pesar de un denso y desafortunado sirgado de miles de cables que
enjaulan al centenario viaducto. Sin ir más lejos, el Toblerone podría haber
enraizado como monumento a la herrumbre y a la estulticia, sin menoscabo de la
reactivación de la industria minera en el corazón de la capital.
Soy de la “rara” convicción de que las ciudades han
de contener viviendas, bares, restaurantes, iglesias, tiendas, centros
comerciales, teatros, cines, centros culturales, administración, parques,
plazas, calles, aparcamientos, monumentos, casas de putas… y no rechazo
albergues, refugios, miradores, hoteles y edificios singulares en
emplazamientos naturales que cobijen y potencien el deleite de propios y
extraños, añadiendo riqueza al uso y disfrute racional de entornos exclusivos.
Otra cosa es cómo se hace, diseña y explota. Aquí se apertura un extenso debate
sobre la sensibilidad arquitectónica y urbanística almeriense proclive a las
medianerías, dientes de sierra, polígonos industriales infernales y un modelo
constructivo surgido de promotores depredadores de la estética.
El Hotel Algarrobico, cuando se termine, será un
edificio singular en el que -intuyo- los promotores esmerarán el afinamiento de
la estética para asombro de los ahora convencidos de su horror. Poco habrán de
invertir en la más grande y mejor campaña publicitaria jamás obtenida a través
de incendiarias intervenciones de la multinacional Greenpeace, presidentes de
gobierno, ministros, consejeros, prensa nacional e internacional… y la
impagable escena de náyades en el AMA II (mejor, Amados) que, fruto del azar,
los exministros Borrell y Narbona descubrieron al fatídico leviatán para el que
se augura overbooking.
Lo peor es que en Almería los más notorios
desenlaces sean fruto de un accidental avistamiento, una casualidad o el tubo
de ensayo de ingratos experimentos.
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