Pedro
M. de la Cruz
Director
de La Voz de
Almería
La
capital almeriense ha vivido esta semana dos momentos felices, dos actuaciones que
confortan y nos reencuentran con una vocación que nunca debimos perder. El
derribo de los muros de la estación de ferrocarril y del que separaba la
avenida Cabo de Gata de la plaza de Carabineros son dos gestos que, en su
simbolismo, encierran una voluntad, cierran un error y entierran una
concepción.
El
tren que desde el 25 de julio de 1895 llegó a extramuros de la ciudad y
entonces unió (y ahora nos separa: solo hay que mirar el reloj y comprobar su
velocidad insultante de hoy, casi 120 años después), el tren, digo, que nos
unió entonces y ahora nos separa del resto de España, acabó sin culpa y sin
remedio dividiendo un poblachón que con los años encontró en las cercanías del
mar y del salitre una de las desembocaduras donde encontró acomodo la trama urbana
que demandaba su crecimiento demográfico.
'La Voz de Almería' de hoy |
Almería
crecía y el espacio que separaba las vías del tren de la playa fue llenándose de
casas y de vida. Al principio fue el tren, después vinieron las viviendas y las
vías que unen acabaron dividiendo la estructura urbana. Almería era entonces la Puerta de Purchena rodeada de
suburbios; El Zapillo, la prueba incontestable de que el más allá existía.
Todavía
hoy, cuando en los barrios de la playa y camino de la parada del autobús preguntas
a personas de más de setenta años que a donde van, no son pocos los que
responden que “a Almería”. El Zapillo ha sido para Almería como Triana para Sevilla:
un barrio de pescadores y mareantes al que había que llegar pasando un puente;
en Sevilla por encima y sobre agua, en Almería por debajo y sobre tierra, pero puente
al fin.
Demasiados
almerienses no han mirado durante decenios al mar con afecto. Esta circunstancia,
tan equivocada (¿quién no quiere ver la belleza y gozar de su frescura?) propició
la permanencia inevitable o el levantamiento intencionado de barreras que impidieran
que la capital mirara al mar.
En
los últimos años la vocación ha cambiado de rumbo y cada día son más los
almerienses que vuelven sus ojos al Mediterráneo que nos ha hecho como somos.
Por eso es elogiable que se abran puertas que acerquen el mar a la ciudad.
Al
derribo de las casas cercanas a la desembocadura del Andarax y de los muros de Renfe
y de la plaza de Carabineros seguirá la apertura de Villa Pepita y a todas
estas actuaciones habrán de seguir otras. Desde Pescadería hasta la Universidad hay que
establecer vías de encuentro de los almerienses con sus playas y su mar.
Es
evidente que los derribos de esta semana o de agosto en el entorno del delta
del río, aunque complejos, no tienen la misma dificultad que otras actuaciones
que deberían llegar en el futuro, como sería la integración puerto-ciudad. Pero
lo importante es que sepamos hacia dónde queremos ir. Mirar al mar o darle la
espalda, esa es la cuestión.
Para
la mayoría de los almerienses la opción se antoja clara. Ahora lo que hace
falta es que las Administraciones, todas las Administraciones, se pongan de
acuerdo en colaborar para satisfacer esa vocación reencontrada.
Almería
ha tardado en construirse mil años y nunca han sido las decisiones apresuradas las
que la han hecho mejor. El mañana no se construye pensado en el hoy, sino en el
mañana. Los políticos deben acomodar sus decisiones sobre la ciudad del futuro a
las necesidades que habrá en los próximos treinta años.
No
podemos acometer actuaciones que queden obsoletas o insuficientes el mismo día de
su inauguración. Vayamos paso a paso y sin demora pero pongamos la meta lejos.
Da igual quien llegue a ella, lo importante es haber participado en la construcción
inteligente y apasionada inteligente del recorrido.
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