José
Fernández
Periodista
Algo
se habrá venido haciendo mal en Almería a lo largo de las décadas, acaso los
siglos, cuando los derribos descubren perspectivas tan deslumbrantes como
sencillas. Definitivamente, la nuestra es una ciudad que se lleva bien con la
piqueta y la dinamita. Si se tira un muro y se atisba algo hermoso está claro
que ese muro o estaba muy mal puesto o tenía una intención manifiestamente mejorable.
Abajo la tapia |
Lo
vimos hace años cuando la demolición del edificio del viejo Colegio Diocesano nos
permitió establecer una conexión visual directa entre Catedral y Alcazaba (menos
mal que a Andrés Caparrós no le pilló entonces por aquí, porque eso tenía
peligro de rapsodia), lo vimos después con la voladura controlada del edificio
de Trino y de todos sus recuerdos radiofónicos, su sede socialista de dominó y
doctrina, sus yonquis de rellano y toda su mala sombra. Y ahora volvemos a ver
el efecto benéfico del destrozo con la desaparición del contumaz muro que
rodeaba las vías de tren en su trayecto a ningún lado. Incluso lo podemos ver
en la zapillera Plaza Carabineros.
Naturalmente,
no estamos lo suficientemente descentrados como para proponer una solución
termonuclear para acabar con el apantallamiento marino que sufren Almería y la
mayoría de ciudades costeras habitadas por ciudadanos pasivos y concejales
permisivos en los trepidantes años sesenta. Por desgracia no se puede acabar de
un plumazo con el minucioso plantado de horribles edificios que tapan el
rompeolas, pero sí al menos podemos llamar la atención sobre la importancia de
no repetir errores del pasado (algunos de imposible empeoramiento) y tratar de
evitar que dentro de muchos años los almerienses sigan verticalizando el viejo
lema del París de las revueltas yeyés, cuando los manifestantes quitaban los
adoquines del suelo buscando la playa. Y como no la encontraban, se los tiraban
luego a los gendarmes.
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