José
Fernández
A
medida que se suceden las críticas y las denuncias de los responsables de
Izquierda Unida en Almería sobre los socialistas, sus recientes compañeros de
gobierno en la Junta ,
resulta imposible no pensar en las sutiles barreras que en ocasiones separan el
despecho del odio. Pero no hablo del odio al otro, que es la forma más común
del aborrecimiento, sino del odio hacia uno mismo al descubrirse humillado y
utilizado por quien hasta hace poco era feliz compañía, proyecto común y
armónica convivencia.
Recuerden
que al poco de darse por terminado el pacto, los portavoces más cualificados de
la coalición comparecieron para dudar públicamente de la categoría ética y
personal Susana Díaz, que hasta un breve rato antes era su socia y valedora. También
hemos visto a los cargos más representativos de la coalición de izquierdas pateando
barrios periféricos para volcar allí su furia contra sus ahora enemigos,
denunciando incumplimientos, desvíos y trapacerías sin límite por parte de
quien, en la cúspide de la displicencia, apenas ni se han tomado la molestia de
salirles al paso.
Y no
sólo eso: se han permitido el gesto de apropiarse de algunas iniciativas suyas
para fagocitarlas e incumplirlas. Francamente, hemos visto a señoritas protagonistas
del cuché tirando por la ventana la maleta de algún bailaputas con más entereza
que el torrente de reproches que van lanzando por los medios los cargos de IU.
El
cordobés Séneca escribió hace mucho tiempo que el principal motivo para llorar
es no poder llorar. Y eso es lo que le pasa a IU, que no puede -o al menos no
debería- llorar de ese modo por las esquinas porque aún no ha pasado el tiempo
suficiente como para que se olvide o difumine en la memoria colectiva que
apenas quince días atrás, ellas y ellos formaban parte activa de ese conjunto
de miserias que ahora quieren señalar como indeseables.
Hace
falta más tiempo y más distancia para que la pretendida denuncia no acabe siendo
una asunción de complicidad.
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