Antonio Avendaño
Director de Andaluces Diario
Susana
Díaz no estaba dispuesta a permitir un nuevo empate que, al partir como
favorita, pudiera ser interpretado como una derrota. Por eso, salió al ataque
desde el minuto uno. Ya en su primera intervención arremetió contra las
“políticas egoístas” de la derecha, aunque tampoco se trataba de un argumento
nuevo. Lo nuevo era lo tempranamente que lo utilizó.
Anoche
en Televisión Española, Díaz salió a disputar todos los balones, los que podía
ganar y los que no, manteniendo sobre su adversario del Partido Popular una
obsesiva presión que solo llegaría a ceder un poco cuando, ya bien entrada
la segunda mitad del debate, la colegiada del encuentro, María Casado, se vio
obligada a sacarle tarjeta amarilla a la incansable jugadora de Triana por
acumulación de faltas.
Debate a tres |
Moreno
Bonilla había acudido a este debate como al anterior, con la lección táctica
bien aprendida y convenientemente pertrechado con sus papeles, sus cifras y sus
gráficos. El candidato del PP no es un boxeador de la élite mundial pero no es
fácil tumbarlo sobre la lona. Recibe golpes pero aguanta. No es probable que
gane jamás un combate por KO, pero tampoco es probable que lo pierda. Lo
golpean una y otra vez y, aunque le estén sangrando las dos cejas, no pierde la
sonrisa.
El
de anoche fue para él un debate mucho más incómodo que el de la semana
anterior. No debía de esperarse una Susana Díaz tan peleona. En el choque
celebrado en Canal Sur todo fue un poco más aburrido porque Susana Díaz fue
mucho más modosita que anoche. Anoche no cesó de interrumpir a Moreno Bonilla,
una táctica le permitió acorralar al líder popular en los primeros
compases del encuentro, si bien más adelante su agobiante presión se volvería
contra ella misma al no saber detenerse a tiempo.
La
amonestación de la colegiada apaciguó su agresividad. En el último tramo, donde
se habló de sanidad, educación y dependencia, pudo verse a la Díaz más solvente y segura de
sí misma: ahí no necesitaba llamar mentiroso a Bonilla, le bastaba con
regatearlo.
El
candidato popular salió peor parado que en el debate anterior, pero en ningún
caso goleado. Pudo lucirse menos porque el lucimiento no es posible cuando el
adversario se te pega como una lapa: aun así tendría su mejor momento de la
noche cuando propuso reformar el Estatuto de Autonomía para eliminar el
aforamiento de los 109 diputados.
Jugaba
con la ventaja de que la gente tiende a pensar que el aforamiento es una
especie de impunidad. No lo es en absoluto, pero tal como está de indignado el
patio público su disparo fue gol en la doble puerta en ese momento defendida
por Díaz y Maíllo.
Moreno
tenía enfrente al PSOE, pero no olvidaba en ningún momento a Ciudadanos. El
partido de Albert Rivera estuvo en el debate más presente de lo que pudiera
pensarse. La sonrisa, la placidez, la bonhomía, la dulce moderación de Moreno
iban seguramente dirigidas a esos votantes más centrados del PP que amenazan
con pasarse al bando del catalán Rivera.
Y
mientras los jugadores de los dos equipos principales se manchaban de barro
peleando cada balón, el tercero en discordia pudo lucirse ante el respetable
mostrando sus habilidades sin que nadie le molestara. Maíllo aprovechó esa
centralidad sobrevenida para exhibir su juego, poniendo especial atención en
sus propuestas económicas, firmemente de izquierdas pero nada milagreras. Si
Bonilla pensaba en Ciudadanos, Maíllo pensaba en Podemos, que no estaba en el
plató pero sí está en las calles y Maíllo lo sabe. El líder de IU se presentó
como una izquierda éticamente implacable pero política y económicamente
solvente.
Quién
sabe, teniendo en cuenta que Díaz y Moreno volvieron a empatar aunque la primera
ganara a los puntos, bien podría concluirse que el debate lo ganó Antonio
Maíllo: por méritos propios, sin duda, pero también por incomparecencia de los
adversarios en su zona de juego.