Miguel
Ángel Blanco Martín
Periodista
La
contemplación en Carmen Pinteño (Huércal-Overa, Almería, 1937) permite fijar
los rasgos de la identidad de esta esquina territorial donde predomina el
paisaje de la aridez. Cuando la pintora proyecta un discurso narrativo de la
realidad, desde una sola mirada, es posible configurar la radiografía del
tiempo vivido. Y su observación ha ido recopilando durante años el protagonismo
del mundo rural, los pueblos y cortijadas, de sus habitantes campesinos,
hombres, mujeres, niños, familias, clavados en la tierra, y asumiendo el paso
del tiempo. Y en el horizonte, ya presente, el mundo urbano de Almería y los
rasgos del progreso conquistador. Es el contenido de la gran muestra antológica
de la pintora almeriense que ha ocupado los espacios del Patio de Luces de la Diputación y del Centro
de Arte de Almería.
Carmen Pinteño |
Al
principio, seriedad, rugosidad del rostro, personajes en los que el tiempo
camina despacio. Observan en silencio la respuesta de unas reivindicaciones que
nunca llegan. La exposición antológica de Carmen Pinteño propone una historia
particular de las tierras almerienses (un mundo protagonizado por Indalecio),
con visiones de ecos literarios sustentados en tragedias, por ejemplo, ‘Bodas
de sangre’. El mundo de la tragedia está determinado por el paisaje, por el
color de la tierra y de la luz de la aridez, donde el Sol y la escasez de
lluvias imponen una manera de vivir. Y sobre esos tiempos, transitan ecos de
los trascendentes (‘La
Anunciación ’), el refugio del personaje en su particular
silencio (‘Meditación’), desde el escepticismo. Hasta el punto que la pintora ha
ido apagando colores para dar paso a un mayor lirismo de la tragedia de la
realidad, que aparentemente pasa desapercibida, para que no se olvide.
Hay
momentos de lo cotidiano, de la quietud de los pueblos, los ancianos en el
banco. Y paisajes alrededor. En esta pintura narrativa, predomina el encuentro
del hombre y la mujer, las miradas, el amor universal desde la sencillez. Esa
simplicidad la enaltece y sitúa en torno al niño/hijo. En múltiples lugares. Ya
en los últimos años, sobre todo, aparecen los grandes paisajes, que ya se
anunciaba en la serie de ‘Bodas de Sangre’, pero que ahora encuentran en la
abstracción el desenlace y descripción del misterio: color de la tierra,
aridez, desierto, soledad. Es la tierra que nos mantiene. La pintora vuelve a
la reivindicación de la literatura oral, los cantos de ciego que recorren los
pueblos pregonando acontecimientos. Y en este sentido es una novedad, la
proyección del mundo rural en las viñetas que informan de la tragedia del
Cortijo del Fraile, escenificada por García Lorca. Ello hace posible un mayor
acercamiento al interior de la pintora.
Hay
cambios de luces, pero el paisaje sobrevive a pesar de sus metamorfosis. Y
resalta, siempre, una constante, lo más cercano: la boda, la ternura,
hombre/mujer, campesino/campesina. ‘La familia’ (1973), desde el silencio, la
austeridad y la sobriedad, es un retrato que sintetiza el alma de la
trayectoria pictórica. Hechos de modos de vida que se ha ido apagando: la mili,
aquellos viajes en tren, en el autobús. En muchos escenarios hay ropa tendida y
personajes de luto, sentados, firmes. Mujer montada en burro por el desierto,
en un viaje aparentemente sin rumbo.
Con
el tiempo la pintura desdibuja los rostros. La pareja, hombre/mujer, es
permanente, es el gran impulso de la tierra, unido al vínculo de la maternidad,
al sentido de la escuela de iniciación de la familia. Acontecimientos cercanos
y a la vez universales. Carmen entra en el cuerpo desnudo, como templo, en la
tierra que nos mantiene. Es una constante en sus propuestas. Entre el origen de
la vida y la simplicidad de cada lugar. Y la mirada limpia del niño. Tal como
somos. Tal como nos hicieron. Encerrados en este paisaje.