Pedro
M. de la Cruz
Director
de La Voz de
Almería
Oyendo
a los candidatos de la capital y a sus dirigentes provinciales valorando los
resultados electorales, no es difícil alcanzar la conclusión de que los guiones
estaban escritos antes de que se cierren las urnas. Todos sin excepción habían
ganado. Lo que la geometría no ha logrado en miles de años, lo consigue la
política en una noche: la cuadratura del círculo.
Siempre pasa. Si gana Izquierda Unida
porque mantiene sus dos concejales en la capital; si Ciudadanos aparece en
escena con tres protagonistas en el salón de plenos; si los socialistas
aumentan en dos su representación; y si el PP continuará gobernando la ciudad,
¿Quién ha perdido aquí? Ninguno y todos. Todos y ninguno.
Más allá del argumentario de guardarropía
que recuperan los partidos cada madrugada electoral el PP pierde más de dos millones
de votos en toda España y gran parte del poder territorial y sus portavoces de
urgencia dicen sin sonrojarse que han ganado. ¿Habrá mayor cinismo?
Más allá de tanta frase hecha, lo
cierto es que ningún partido -salvo quizá IU, y por otras razones- puede
revestirse con la túnica de la victoria. El PP porque aunque su mayoría (salvo
la quimera de un tripartido delirante) le garantiza la continuidad, ha perdido
cinco concejales. Pasar de 18 a
13 es un dato demoledor en el que nadie o casi nadie creía.
La Voz de Almería de hoy |
La encuesta publicada por este periódico
cinco días antes de la cita electoral le situaba en esa horquilla peligrosa
entre el amargor de la victoria minoritaria o la dulzura del triunfo absoluto.
No sé si de regreso a casa y ya en el umbral de la madrugada y el sueño, Luis
Rogelio volvió a los versos de Discépolo que tantas veces ha oído cantar a
Gardel -silencio en la noche/ ya todo está en calma/ el músculo duerme/ la
ambición descansa- y en la soledad sonora de los porqués habrá buscado las
razones de una pérdida tan notable.
Después de cuatro años en los que la
ciudad ha mejorado “bastante o mucho”- así se la reconocía la misma encuesta- ,
nadie esperaba un descenso tan cuantioso. Ni sus adversarios. ¿Qué ha podido
pasar entonces? Quizá lo mismo que le pasó al PSOE hace cuatro años. La marca PP
atraviesa un proceso de pérdida de atractivo motivado por la crisis y su forma
de gestionarla y por la corrupción y su forma de afrontarla. Madrid está lejos
de Almería, pero las percepciones políticas alcanzan la velocidad de la luz
cuando el foco se posa sobre la crueldad del paro y la obscenidad delictiva de
algunos de quienes nos representan.
El PP de Almería ha pagado este 24 M en la capital (y en la
provincia, pero de eso hablaremos otro día) el desgaste de cualquier gobierno,
la imposibilidad de mantener la exagerada mayoría obtenida hace cuatro años y
una culpa por descrédito a la que es ajeno. Gana pero pierde; o pierde pero
gana. En cualquier caso, no ha triunfado.
En la otra orilla, los socialistas
capitalinos salían a escena como si protagonizaran la victoria. Han ganado dos
concejales con respecto a los siete que cosechó Usero, pero la realidad, la
dura realidad, es que nunca se vistieron con la ropa de alternativa. Pérez
Navas ha hecho una buena campaña y puede estar satisfecho y agradecido a sus
votantes, pero también a Susana Díaz. La victoria de la presidenta -todavía en
funciones, pero por poco tiempo, ya lo verán- ha tenido un efecto extraordinariamente
positivo en la autoestima del votante socialista hacia su marca electoral y se
ha notado.
Para un partido emergente esos dos
concejales más pueden ser valorados como un éxito, pero para un partido de
gobierno -y el PSOE lo es, por mucho que le enfurezca a Podemos- la línea roja
que separa el éxito del fracaso es el gobierno o la oposición. Y los
socialistas continuarán en la oposición. Esa es la realidad. Los dos concejales
le garantizan el gobierno de la compleja agrupación local, pero no el gobierno
de la ciudad, y los socialistas, si no quieren caer en la irrelevancia
optimista de ser comparsa -con la derrota del domingo cumplirán 16 años en la
oposición-, deben mirar más a la
Plaza Vieja y menos a la avenida de Pablo Iglesias.
En la tierra de nadie que es siempre la
ambigüedad calculada, Ciudadanos abandonó la sede de García Alix con el sabor
contradictorio que da situarse entre la satisfacción y el desencanto. Irrumpen
con fuerza, sí, pero no con tanta como esperaban y auguraban todas las
encuestas. La sonrisa, matizadamente sincera, sutilmente forzada, de Miguel
Cazorla lo dibujaba. Hemos llegado -pensó-, pero esperábamos llegar más y con
más fuerza. Él sabe que muchos son los llamados y pocos los elegidos. Pero
también es consciente de que se enfrenta a una partida en la que, si mueve bien
sus cartas, el juego no ha hecho más que empezar.
Pero quizá, de toda la noche, la sonrisa
más auténtica fue la de Rafael Esteban. Le situaron y se situó tan al borde
del precipicio que el vértigo llegó a dominarle durante la campaña. Al final y
pese a todos los obstáculos ajenos a su organización o provocados dentro de sus
propias filas, resistió en la trinchera en medio de la balacera y, contra todo
pronóstico, revalidó su posición. El domingo era un hombre feliz.
Lo que desconozco es si alguno de los
que le rodeaban también compartían sinceramente esa felicidad; sobre todo
aquellos para los que un día no muy lejano y en la puerta del desierto creyeron
descubrir que Podemos era dios y Pablo Iglesias su profeta.
Ahora que ha acabado la representación
y conscientes, como son cada uno de ellos, del sabor agridulce del resultado,
lo que cabría esperar es que en la soledad de la madrugada todos llegaran a
pensar que su obligación de los próximos cuatro años no es cómo ganar las
próximas elecciones, sino trabajar para dejar una ciudad mejor a las próximas
generaciones. Esa es la gran diferencia que distingue al buen político del que
no lo es. El primero piensa en el mañana de todos, el segundo sólo en su cuenta
de resultados electorales.