Sueldos políticos: exceso y demagogia

Pedro M. de la Cruz
Director de La Voz de Almería

Días antes de que la presidenta de la Junta hiciera público el nuevo Gobierno andaluz llamé a una de las personas cuyo nombre situaban algunos círculos con posibilidades de ocupar un puesto en la mesa del Consejo. Fue una conversación sincera. Sin bucles tácticos. "Sé que por ahí va circulando mi nombre. A mí me ha llegado el rumor, pero la realidad es que nadie del entorno de San Telmo se ha puesto en contacto conmigo. Y claro que me halaga que  alguien pudiera haber pensado en mí. Pero, si esa posibilidad fuese real, no podría aceptar. ¿Que por qué? Pues muy sencillo: porque mis actuales obligaciones familiares y mis compromisos hipotecarios no podrían ser cumplidos. El ingreso en política supondría para mi entorno familiar una disminución de más del veinte por ciento de mis ingresos como profesional y eso me llevaría -dice con ironía- al concurso de acreedores".

Guardé la conversación en la memoria y la comparé con otra mantenida meses antes con Antonio Heras y Javier Becerra, dirigentes de Podemos en Almería, en la que defendían que el salario de un representante de los ciudadanos no debería ser superior al triple del salario mínimo, situándolo en poco más de 1.800 euros. Como en casi todos los temas debatibles, casi todas las opiniones son respetables, pero en el tema de los sueldos de los políticos conviene hacerlo sin exceso y sin demagogia. No existe ciencia que mida con pulcritud irrebatible la “rentabilidad social” del trabajo llevado a cabo por un político y, por tanto, el campo de las opiniones estará siempre abierto a la contradicción. Pero entremos en el laberinto.

La Voz de hoy
Pese a los comportamientos impúdicos y a los actos delictivos que algunos de los que se dedican a ella hayan cometido, cometan o cometerán, es el ejercicio democrático de la Política el que hace avanzar a los países. El espacio público compartido hay que gestionarlo, los encargados de hacerlo son los representantes que libremente elegimos y del acierto en la elección, de la capacidad de los elegidos y de la persecución con el máximo rigor penal de quienes delinquen en el ejercicio de su función, depende el balance que hace avanzar o retroceder a los pueblos. Es de la capacidad, de la voluntad de servicio y de la honestidad de la que depende ese balance, no de los sueldos de quienes lo gestionen.

España es un país sobresaturado de políticos y asesores de la nada. La estructura administrativa -tan llena de duplicidades, tan abrumadora en organismos inútiles- es un lastre que dificulta la gestión y la encarece. Estamos, por tanto, ante un problema de cantidad, de existencia de instituciones y organismos que no valen para nada, de presencia de centenares de cargos políticos, de miles de “técnicos” cuyo único título es el carné de partido. Ese sí es el problema,  no la cuantía de los salarios que reciben quienes sí son necesarios por su representatividad o por su eficacia.

Pero no solo tenemos un problema de cantidad. También de calidad. Y si es grave el primero, mucho más es -y puede llegar a serlo- el segundo. Salvo aquellos que tienen una visión profética de la política y se sienten llamados por los ciudadanos para llevarles  a la tierra prometida del paraíso terrenal (otra cosa es que sea así en realidad, aunque ellos lo crean), lo cierto es que, salvo los iluminatis  de oficio y los ascetas de vocación estética, todos los seres humanos aspiran a un razonable nivel de bienestar familiar. Lo que se dedican a la política también. Para quien está en el paro o no.