‘Mar de plástico’, la otra cara del milagro de los invernaderos

Xavier Rius
Periodista

Cuando algunas de las series españolas más vistas de la pasada temporada, como El Príncipe o Vis a Vis, no han retomado todavía su emisión, Antena 3 estrenó el pasado martes el primer capítulo de Mar de plástico, ambientada en la población ficticia de Campoamargo que bien podría ser El Ejido u otro municipio crecido a finales de los noventa gracias a los invernaderos en el Poniente almeriense, en los que trabajan miles de inmigrantes, muchos sin papeles, los cuales no disponen una vez acabada su jornada laboral de equipamientos ni alojamientos dignos, y no son bien recibidos en algunos de los bares de la localidad. Ya lo dijo Juan Enciso, el que fue durante veinte años su alcalde: "A las 8 de la mañana todos los inmigrantes son bienvenidos en El Ejido para trabajar en los invernaderos, pero a las siete de la tarde todos sobran y que cojan el autobús y marchen a dormir a otro sitio".

Una escena de lla serie
La serie arranca con el asesinato de una joven. Y, como ocurrió en El Ejido en 1997 y en febrero de 2000, grupos de vecinos deciden aplicar la justicia por su mano, apaleando indiscriminadamente a inmigrantes que trabajan y duermen en los invernaderos, y con el intento de quemar vivo a un subsahariano que es salvado por Héctor, que interpreta Rodolfo Sancho, el jefe de policía judicial de la Guardia Civil que acaba de llegar ese mismo día al pueblo, repitiendo el patrón del agente Javier Morey -Álex González- en El Príncipe. Y así nos encontramos con una trama en la que se mezcla la explotación a los inmigrantes y el dinero negro, celos y pasión amorosa, racismo en múltiples direcciones, policías buenos y no tan buenos, y políticos y funcionarios honestos o corruptos.

Toda la economía de Campoamargo gira en torno al cacique, Juan Rueda, que interpreta Pedro Casablanc, el cual siguiendo el hábito reciente de muchos propietarios del Poniente almeriense y de los campos de la fresa de Huelva, está casado con una rusa despampanante y caprichosa, mucho más joven que él.

Un papel especial realiza Jesús Castro, descubrimiento estrella de la película El Niño, y que interpreta también un personaje sobrevenido en El Príncipe. Castro en Mar de plástico da vida a Lucas, el novio o ex novio de la joven asesinada, y aparece como uno de los sospechosos del crimen dado que la difunto se veía ahora con un inmigrante. Y si la serie en las primeras escenas muestra ya la realidad del racismo que sienten muchos autóctonos hacia los inmigrantes en general, y muchos magrebíes hacia los subsaharianos, tenemos la joven Guardia Civil, Lola, que encarna la prometedora Nya de La Rubia, que al final del capítulo nos descubre que es gitana.

"Ambientada en la población ficticia de Campoamargo que bien podría ser El Ejido u otro municipio crecido a finales de los noventa gracias a los invernaderos en el Poniente almeriense, en los que trabajan miles de inmigrantes, muchos sin papeles"

Y así vemos otro racismo y endogamia que algunas corrientes del antirracismo prefieren equivocadamente no criticar, como es el de las comunidades gitanas hacia el resto del mundo y, sobretodo, hacia las mujeres gitanas que deshonrando al clan, se salen del redil. Así persiguiendo Lola a un sospechoso junto al guapo del agente Héctor, Lola se cruza con sus padres gitanos, y mientras su madre se dirige a ella para criticarla, el padre le dice a la madre: "¡Cállate, que no es bueno hablar con los muertos!".

La serie, más allá de la corrupción municipal, el papel del cacique que todo lo compra, los múltiples racismos y la trama sobre el asesinato, anuncia una tensión amorosa, tal vez triangular, dado que el agente Héctor parece que ha pedido dicho destino para reencontrase con Marta, ingeniera agrícola, que interpreta Belén López, con malas relaciones con el cacique y la alcaldesa. Marta es viuda de un Guardia Civil fallecido dos años atrás en Afganistán, donde servia junto a Héctor.

Así pues tenemos otra serie de gran contenido social que promete abordar sin perjuicíos realidades hasta ahora incómodas como el racismo multidireccional, la precariedad de los inmigrantes agrícolas, la dificultades para regularizarse, y ese fenémeno sociológico de los propietarios agrícolas que pasaron en pocos años de subsistir de campos de secano en Almería, Málaga o Huelva, a dirigir explotaciones de invernaderos y plástico con decenas o cientos de trabajadores inmigrantes explotados, y son hoy hombres ricos y poderosos.