Manuel León
Redactor-Jefe de La Voz de Almería
Fue
en la Isla de
Wight, donde cumplía condena viendo volar cormoranes, donde otro preso con
pijama de rayas le habló de Mojácar a Gordon. ‘Mojácar’: le sonó a
libertad, a utopía, a playas desnudas de pasado, donde hacer borrón y cuenta
nueva en el libro de su vida. Le
sonó a ilusión por seguir viviendo, por mantener la llama del delirio
encendida, a un joven de Oxford, de poco más de 30 años que acababa de
protagonizar el golpe del siglo.
Gordon, hace unos días |
Hasta
Mojácar llegó en 1977 el cerebro del asalto al tren de Glasgow de 1963, el que
fue portada de todos los periódicos del mundo, al que le correspondían tres
millones de euros del robo pero que no llegó a disfrutar ni un penique. Se compró el ladrón de guante blanco, el Dioni inglés, un apartamento en
Guardias Viejas, en esa Mojácar playa que empezaba a consolidarse como el nuevo
territorio donde nadie preguntaba por el pasado. Compró uno de los
primeros chiringuitos, con el aventurero nombre de Kontiki, a un compatriota
primo de la Reina
de Inglaterra. Y allí, frente al Parador de Turismo, con sus brazos tatuados y
su semblante de tipo duro, se puso a tirar pintas de cerveza y a brasear
sardinas.
Lejos quedaban sus tiempos como mal estudiante, sus inicios como artillero real,
su salón de peluquería en Fullham y sus primeros atracos a joyerías; lejos
quedaban los preparativos para arramblar el tren postal de Glasgow a Londres,
disputándose el liderazgo del grupo de 15 compinches, con Bruce Reynolds y
Ronnie Biggs: él -el Gordon criado en Oxford, el tipo elegante de trajes de 500 libras y osamenta de
gladiador- era quien tenía que llevar en la cabeza el croquis del golpe para
que saliera bien: los horarios, el cambio de semáforo, los vehículos para huir
y el escondite perfecto; lejos quedaban también los días escondidos en esa
granja, jugando al monopoly, fumando hasta ahogarse, compartiendo con gatos
latas de beens. Hasta que los pillaron por unas malditas huellas en los
platos y todo el castillo de naipes se derrumbó, todas las cuentas de la
lechera se quedaron en eso, incluidos los 2,6 millones de libras que robaron,
que equivaldrían a unos 46 millones de euros actuales.
Foto, medio siglo después, de los asaltantes al tren de Glasgow en el lugar de los hechos. El tercero por la derecha, Gordon Goody |
Todo
eso quedaba ya lejos para el nuevo Gordon, a pesar de que volvió a tropezarse
con la justicia por presunto tráfico de hachis en 1986. Pero su vida ya se
encamino por los senderos de la placidez, de los de un hombre tranquilo, aunque
de labios apretados. Fueron transcurriendo los últimos años de su vida rodeado
de una colonia de amigos que lo protegían de su pretérito imperfecto, con los
que compartía el rosbif de los domingos. Se
mudó a un cortijo donde vivió rodeado de perros y gallinas junto a su
compañera, invitando a cenar a sus íntimos, mirando siempre al infinito con sus
ojos de águila, como cuando se preguntaba, tras la barrotes, si sería verdad
que Mojácar era un pueblo de brujas y aquelarres.
Había quedado con Ric Polanski, uno de sus viejos amigos de la Mojácar Golden ,
para comerse un asado la semana que viene. Aunque, con el enfisema que
arrastraba, con todos sus achaques, era más bien un farol, un brindis al sol y
él lo sabía. Ya tenía los huesos muy cuarteados y apenas salía. Hubo
otro tiempo en los que frecuentaba a sus amigos de Guardias Viejas, de la Paratá , a Graham, el
escocés vendedor de libros de segunda mano. Un tiempo en los que solo
Mojácar podía tener entre sus vecinos al más famoso atracador de la historia,
con permiso de Luis Válor, campando a sus anchas sin nadie que le
tosiera.
Se le
podía ver entre los camareros del bar El Arco, en las legendarias fiestas de
Titos a la luz de la luna de Las Ventanicas, en el Koy de Mauro. Se le podía
ver con el pelo amarillo, alto como una estaca, acariciando la cara de los
niños de sus amigos en grandes celebraciones, con mesas corridas repletas de
licores. Mojácar le enseñó a vivir, le hizo olvidar sus ganas enloquecidas de
hacerse rico a costa de lo que fuese.
El día de su puesta en libertad |
Fue
un ladrón de guante blanco que nunca pegó un tiro, que le gustaba lucir rolex
en la muñeca y calzarse zapatos italianos. Fue un jovenzuelo con ínfulas, en un
barrio inglés de rapaces, que no supo escapar de la telaraña del hampa, hasta
que llegó a la Mojácar
de los 70, aquella en la que aún se mezclaba el pimentón con el blody mary, las
enaguas con el biquini, las cabelleras rubias con los ojos oscuros como la
noche.
Gordon,
con su porte de caballero inglés, nunca quiso hablar de su pasado, de lo
que ocurrió esa larga madrugada del 8 de agosto de 1963, en la que en veinte
minutos desvalijaron un tren entero. Nunca
quiso hablar de que él fue el cerebro, a pesar de que sus colegas, uno a uno,
iban cantando la gallina, quebrando el código de silencio que habían pactado a
fuego. Ayer volvió a ser noticia en todos los tabloides británicos. Su rostro
afiliado, su flequillo rebelde de juventud, volvió a salpicar las páginas del
Daily Mail, The Guardian, The Thelegraph, como hace ahora 53 años, cuando
protagonizó una aventura que le persiguió toda su vida, hasta que descubrió
Mojácar.
En
esa tierra de adopción falleció ayer, sereno, tranquilo, con los pulmones
gastados, este cuatrero de trenes, este atracador que supo rectificar hasta
llegar a ser querido por mucha gente. Toda esa gente que el domingo se
concentrará al mediodía en el tanatorio de Mojácar a recordarlo, a
rendirle homenaje como al mejor de los amigos, al canalla inglés que supo
levantarse a tiempo del barro.