Tico
Medina
Periodista
Se cumplen hoy cincuenta años desde que varias bombas atómicas cayeron sobre el suelo y el mar de Palomares. El periodista Tico Medina, entonces uno de los grandes reporteros del periodismo español, fue uno de los primeros enviados espaciales a cubrir el suceso. Loe envió Emilio Romero, director de Pueblo. Reproducimos a continuación los recuerdos de aquel día del entrañable Tico:
Por
no hacer muy largo el título, lo escribo ahora entero: “Yo estuve en Palomares dos
días después de que las bombas atómicas cayeran en el suelo”. Tres,
con la que se hundió en el mar. Les cuento. No es una batallita más de este
viejo soldado de tantas guerras. No. Yo estuve allí cuarenta y ocho horas
después de que la catástrofe ocurriera. Fui como enviado especial de Pueblo.
Acababa
de regresar de un viaje a Etiopía donde había entrevistado, y
publicado, una entrevista con el emperador de Abisinia, el Negus Haile
Selassie. En el baño estaba, aliviándome del largo viaje, cuando me llamó el
director de Pueblo, Emilio Romero, a
través de su Redactor Jefe, Jesús de la Serna , mi maestro:
-Que
se han caído dos aviones cargados con bombas atómicas en no sé qué sitio
de Almería, que tú conoces bien, y España está a punto de sufrir una explosión
nuclear…
Me
fui con lo puesto. Así lo cuenta mi mujer que tiene a veces mejor memoria
que yo. Claro, tiene varios años menos, y eso se nota. Llegué a Almería, cuando
había que hacerlo en tren y se tardaba toda una noche en llegar desde Atocha a
la ciudad de la luz, que yo además conocía muy bien porque formaba parte de mis
sueños. Dicho y hecho. Conmigo y yo con él, siempre, mi buen amigo y
fotógrafo, muy bueno, Enrique Verdugo.
Los vecinos no conocían el peligro |
La
historia es esta: el diecisiete de enero de 1966 (hoy hace cincuenta
años) dos aviones de la fuerza aérea americana, el bombardero B52G y el avión
cisterna KC135, chocaron en el aire azul, limpio hasta entonces, de Almería. Tres
bombas atómicas se descolgaron en el encuentro mortal de los dos grandes
aviones militares de combate de los Estados Unidos. Tres bombas, no, cuatro.
Consulto los datos, ahora actualizados. Tres de las bombas cayeron en Palomares;
la cuarta, insisto, en el mar Mediterráneo.
Cuando
llegamos al pueblo tranquilo y cercano a Palomares no nos fue difícil llegar
hasta el corazón del desastre. El rumor creciente indicaba que no era difícil
que cualquier ser humano que entrara dentro de lo que era el entorno fatal
podría resultar, lógicamente, infectado. Había mucho plutonio
evaporado en aquella dramática y casi mortal operación. El choque podría aún
desencadenar una ola de radiación que por lo menos obligara a
abandonar toda la zona. Y Palomares era un pueblo bello, tranquilo, precioso,
con un Mediterráneo amable. Empezaban a llegar los primeros turistas. Yo estaba
escribiendo el libro aquel que se llamó Almería
al sol y que ya no se encuentra ni en las librerías de viejo.
Nada
más llegar, desde el tren de la mañana a primerísima hora, corrimos hacia
Palomares. He intentado encontrar en las hemerotecas el día exacto. Sí, fue
a las veinticuatro o las cuarenta y ocho horas de aquel que se llamó por la
censura “incidente”, pero que estuvo a punto de desencadenar los efectos de
esas pruebas nucleares que ahora vemos en las películas de catástrofes de los
Estados Unidos. En la mitad de aquel campo, quemado, algo humeaba, todavía.
-Vamos,
vamos, Enrique… ¡Vamos!
Y me
senté encima de aquel puñado de hierros con hélice que aún quemaba. Como
les digo, la irresponsabilidad a veces de los enviados especiales, que te
obliga sin querer a espantar el miedo porque piensas: “debo volver para contarlo”,
“tengo que decirlo”, puedo decir hoy que me quemó mis pantalones de urgencia.
Entonces no había vaqueros de los de hoy. Al menos en España, todavía. La foto
fue hecha, hicimos lo que había que hacer. Me había sentado en uno de los
motores, de uno de los dos aviones, que habían chocado en el espacio con una
mortífera carga nuclear. Aún no se conocía del todo lo que había pasado. Los
dos gobiernos, estaban al cuidado de las noticias espectaculares que podían
sobrevenir de aquel drama.
Termino,
que no me queda espacio. Aquella misma noche volvimos a Madrid, de nuevo, en el
largo tren de la madrugada. Ese mismo día, el diario Pueblo publicó en su primera página -mi vida está en las
hemerotecas, como digo tantas veces- la foto de servidor sentado, tan
campante, pobre muchacho loco. O sea entonces tenía cincuenta años menos.
Ajusten cuentas. Y además, sonriendo.
Aquello
se publicó, era eso que se llama un “impacto periodístico”. ¡Qué tiempos! Pero
hay más. Poco después, en las protestas de la calle en Madrid, frente a la embajada
de los Estados Unidos, en la calle Serrano, se reunieron miles de personas
a protestar por “aquello que podía haber terminado con la mitad de España”. La
verdad es que menos mal que las bombas no estallaron. Estaban precintadas, no
activas, y la del mar, aún tardó en recogerse. Vino en las redes de un pescador
murciano, al que yo conocí y entrevisté más tarde, llamado Paco el de la Bomba desde entonces y que se convirtió
en uno de los personajes más populares de la época.
En
la “manifestación” antiamericana que gritaba ante la embajada de la bandera de
las barras y las estrellas se hizo circular una especie de papel impreso
clandestinamente, en el que se contaba, a ver si lo encuentro, la noticia de
que “el famoso periodista Tico Medina -textual-, de Pueblo, y el arquitecto español que vive en Mojácar estaban
infectados por el polvo atómico, nuclear y están siendo investigados en los
laboratorios de España y del gobierno de Norteamérica, porque podrían haber
sido infectados por la radiación, de muy serias consecuencias”.
Mi
esposa me ratificaba ayer, cuando lo comentábamos con alguno de nuestros hijos:
-Tanto
fue que se nos ordenó quemar toda la ropa que llevabais y estuvimos
sometidos a observación más de un mes, incluso nos aseguraron que podríamos no
tener más hijos, que las radiaciones nos hubieran dejado estériles…
Menos
mal que luego después nos nacieron otros dos, y por eso tenemos
cuatro. Se trata de mis hijos Salvador e Ignacio, que gozan de muy buena
salud. Uno, acaba de volver de Nueva York de un viaje profesional, y el otro,
de la Polinesia ,
donde ha visto con su chica el paso de las ballenas de otoño…
O
sea, ¡me van a contar a mí! Perdonen que eche atrás mi reloj de hace cincuenta
años. Después he vuelto a Palomares más veces, y siempre supe que se crecería
aún más después de lo que le había pasado. Se ha firmado el acuerdo, por fin,
de que el gobierno del presidente Obama se llevará todo el suelo, la tierra,
estéril, en la que no se volvió a sembrar, cuarenta hectáreas afectadas por el
radio atómico. En barcos, durante muchas travesías, y que irán a parar a los cementerios
de residuos atómicos que tienen en algún lugar perdido de Nevada.
Espero
que haya compensaciones después de la firma de ese acuerdo que ha tardado medio
siglo en consumarse. Ya se ha firmado. Menos da una piedra. Palomares se
levantó de ese inmenso cataclismo, que pudo ser, gracias al esfuerzo de su
gente, que es formidable en todos los aspectos, tanto, que de no haber sido por
“aquello”, Palomares hubiera sido igual, más o menos, que Marbella, según los
de la tierra, aseguran.
Es
cierto. La gente de esa geografía, mejor entre las mejores, merece, más vale
tarde que nunca, por lo menos que se lleven la mala tierra que dejaron en aquel
día de enero, regalo de reyes, ¡vaya regalito por cierto!, y que vuelvan a
sembrar, si es posible, donde cerca ya, se produce el milagro de la última
Europa que un día, encontré yo, en el frío helador de la más grande
avenida de Berlín oeste, un escaparate como el de Tiffanis, de la Quinta Avenida de
Nueva York, con una joya envuelta en papel de plata a cuyo pie se leía: “Tomate
de ayer mismo de Almería, ciudad del sur de España…”.
Más
vale tarde que nunca, paisanos, o mejor dicho, menos da una piedra.