Ana Carbajosa
El País
Nota de la Redacción de La Opinión de Almería: Un reportaje sobre inmigración ha creado de nuevo malestar en la provincia. Bajo el título
'Miles de trabajadores inmigrantes malviven sin luz ni agua corriente
camuflados entre los invernaderos de Almería', concretamente en San
Isidro (Níjar), el diario El País vuelve a la carga con este tema tan recurrente. Para Coag es un ataque en toda regla con informaciones no
contrastadas. Para la alcaldesa de Nijar, Esperanza Pérez (PSOE), se trata de una moda
peridística que vuelve a ensuciar la provincia.
La autora del reportaje es en esta ocasión una prestigiosa periodista. Ana Carbajosa es licenciada en Derecho por la Universidad
Autónoma de Madrid. Cursó postgrado en Relaciones internacionales en Boston (EE
UU) y master de periodismo de El País. En 2001 empezó a trabajar en la sección
de Internacional de este diario. Desde entonces, ha sido corresponsal en Bruselas y
Jerusalén y enviada especial por medio mundo (tsunami en Indonesia, Mozambique,
Etiopía, Egipto, Líbano, Jordania, Suecia, Finlandia, Rumanía, Suiza, Bosnia…).
A lo largo de su carrera ha colaborado con otros medios como The Guardian y es
autora del libro Las tribus de Israel, sobre el conflicto de Oriente Próximo. Reproducimos a continuación el reportaje de Ana Carbajosa:
Un trabajador lleva un cubo de agua a la cocina de un cortijo abandonado en el que vive en Níjar, Almería / Santi Palacios |
“Vivir
aquí es una mierda”. Mussa sobrevive desde hace años hacinado en un cortijo
abandonado, sin luz, agua corriente ni esperanza. Cada mañana, a las siete y
media se planta en la rotonda de San Isidro de Níjar y espera a que algún
“jefe” de los invernaderos pare y le ofrezca un jornal. Así, buscándose la vida
desde hace ocho años, cuando llegó a España. Como él, miles de trabajadores
viven en decenas de asentamientos y cortijos abandonados y camuflados entre los
plásticos del campo almeriense, según el recuento de las organizaciones que
trabajan con los migrantes. Son trabajadores indigentes, que sacan adelante y
en resignado silencio las cosechas que venden en los supermercados de media
Europa. Este
es el Calais español, invisible a ojos de unas autoridades que miran
hacia otro lado.
Cae
la tarde y van llegando al cortijo de Mussa (nombre ficticio) un goteo de
subsaharianos montados en bicicleta, agotados y cubiertos de polvo. Da comienzo
entonces el trasiego de cubos de agua para lavarse detrás de una tela roja a
cielo abierto. Una persona, un cubo. Es la ley no escrita y exótica en un país
en el que el agua sale del grifo como por arte de magia. Después un trabajador
cocinará para todos en un hornillo mugriento y quedarán listos para dormir
amontonados en un sótano.
En
este cortijo hay gente de Mali, otros de Costa de Marfil y de Mauritania. En el
pueblo les llaman “los morenos”. Los hay que llegaron en patera hace diez años
y otros sorteando
la valla de Melilla en el gran salto de hace un par de años.Algunos tienen
papeles y otros no. Hay un grupo que ha llegado hace poco de un cortijo vecino,
donde vivieron años dentro de un aljibe vacío hasta que el dueño les echó hace
unos días.
Luego llega Kamagate de recoger tomates cherry. Cuenta que
desembarcó en Canarias en patera hace más de siete años en plena crisis de los
cayucos. Eran tiempos de ilusión y de proyectos de vida que con los años se han
tornado en amargura y resignación. Ha probado suerte con la agricultura por
media España y piensa que el tajo de Almería es el peor de todos. “Pensé que
esto iba a ser totalmente distinto, que en dos años tendría un buen trabajo.
Casi no conozco a mi hija de ocho años. Mi cabeza no está tranquila”. Otro
trabajador, también llegado a Canarias desde Malí explica que tiene papeles
“porque un jefe bueno se los hizo”. En penumbra y sentado en una silla de
hospital desvencijada hace recuento junto a sus compañeros de los días que han
trabajado. Los que mantienen contactos bien engrasados con los “jefes” les
llaman directamente el día que les necesitan. El resto son carne de rotonda.
Explican que algunos dicen que no tienen papeles aunque los tengan para tener
más posibilidades de trabajar. Cobran entre 30 y 35 euros por ocho horas de
trabajo. Hablan de jefes buenos y jefes malos, de una arbitrariedad ajena a las
condiciones de trabajo reguladas; como si aquí rigieran relaciones laborales
propias de otra época.
Junto a los veteranos, los recién llegados que aún
conservan el entusiasmo. Como un chico de Costa de Marfil que asegura que llegó
hace cuatro meses en zodiac a Tarifa en el quinto intento. “Fue difícil, pero
gracias a Dios estoy aquí”. Dice que sí, que en su país los que vuelven les
dicen que la vida aquí no es fácil, pero también dice que llegan con ropa nueva
y cochazos y entonces no les creen. De momento no ha conseguido trabajo más
allá de alguna media jornada suelta. “Veo a mucha gente que cada mañana sale a
trabajar y pienso, un día yo también voy a trabajar”.
Ya
es noche cerrada, cuando dos coches de policía se presentan armando cierto
escándalo en el cortijo. Han recibido una llamada alertándoles de una pelea,
pero resulta que no es aquí. “Hace diez años los inmigrantes [sin papeles] corrían
cuando veían a la policía, ahora ya no. ¿Para qué?”. Los agentes confirman
que estos asentamientos están dejados de la mano de dios, que los trabajadores
inmigrantes parecen no importarles a nadie y que los servicios sociales “están
saturados y no pueden encargarse de esta gente”. Mientras el policía habla, un
habitante del cortijo desdentado que ha perdido la cabeza pasa dando gritos.
“Es una pena vivir así”, termina el agente.
Un
kilómetro escaso más allá, en otro cortijo abandonado, a los trabajadores les
da la risa floja cuando se les pregunta por la recuperación económica. “La
recuperación no es para los inmigrantes, eso es para los ciudadanos. Todo el
mundo lo sabe”, dice un joven con chándal y chancletas de plástico blanco
sentado en una silla de oficina desahuciada. Unas flores sembradas en el
orificio de una pila de neumáticos dan fe de los esfuerzos por adecentar el
campamento. “Somos negros pero somos humanos”. Un trabajador con una bombona de
butano en equilibrio inestable sobre la barra de una bicicleta entra en el
recinto. Por momentos da la impresión de estar en otro país, en otro
continente.
A
menos de una decena de kilómetros de este cortijo se esconde La Paula, un
poblado chabolista construido con plásticos. Allí vive más de un centenar de
marroquíes, conocidos en el pueblo como “los moros”. Se les ve caminando por la
pista agrietada que une Paula con la carretera. Aquí, como a otros
asentamientos no llega el transporte público. A la hora de la oración, los
trabajadores van saliendo de sus casetas y rezan en la mezquita semienterrada y
construida también con plásticos. En el muro de una nave abandonada se lee una
pintada en árabe que más bien parece una broma de mal gusto: “Prohibido tirar
basura”.
Cuentan
en La Paula que llevan aquí muchos años. Que algunos se fueron a otras zonas de
España a
trabajar en la construcción, pero que la crisis les devolvió a la chabola,
a la casilla de salida. “España es como Marruecos. Yo quiero ir a Berlín”, dice
Mohamed. Llegó aquí hace nueve años y gana entre 600 y 900 euros al mes. El
problema es que no hay trabajo todos los meses. Todos son hombres y la mayoría
tiene papeles pero trabaja sin contrato. “Almería no da derechos a los
extranjeros. Aquí trabajas 30 días y figuras cinco en nómina, o te pagan como
media jornada”. Pero en general, aquí nadie tiene muchas ganas de hablar. ¿Para
qué? No confían en que vaya a servir para nada. Son demasiados años de tozuda
realidad como para fantasear con buenas noticias.
Cae la noche y en San Isidro apenas se ve población
autóctona en la calle. Dicen los vecinos que con tantos forasteros no se
sienten seguros. El censo de Níjar indica que hay 12.404 extranjeros en el
municipio, que representan cerca del 42% de la población, sin contar los más de
4.000 de los asentados que calcula Cepaim, una organización de apoyo a los
migrantes que trabaja en la zona. En los bares, se repiten los mismos
argumentos: que los extranjeros destrozan las casas cuando alquilan, que son de
otra cultura e incapaces de adaptarse y que en la zona hay robos y que es
lógico, dicen que los autores sean los que no tienen de qué vivir. La alcaldesa
de Níjar, Esperanza Pérez, rebaja la cifra de asentados a medio millar y dice que
uno de los problemas es que son terrenos de propiedad privada y que evalúan la
construcción de alojamientos de temporeros. Duda además, de que los inmigrantes
lleven tanto tiempo aquí como aseguran.
Al
día siguiente, Andrés Góngora, responsable de frutas y hortalizas de la
Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos, COAG ofrece su
interpretación. Asegura que los explotadores son apenas un puñado de manzanas
podridas y que las inspecciones de trabajo son muy duras; que la inmensa
mayoría de los agricultores cumplen la ley. “Somos 17.000 agricultores y tiene
que haber de todas clases”. El principal problema, piensa, es que las grandes
cadenas de supermercados les aprietan y tienen muy poco margen para subir los
salarios. El cambio climático, explica ha
acelerado la producción y pulverizado el equilibrio de la oferta y la demanda. Eso
hace que se decanten por cultivos que precisan poca mano de obra, como las
sandías que comienzan a asomar en su invernadero de 10.000 metros , en el
que no hay un solo trabajador. “La situación es grave. Este año se han
arruinado muchos agricultores. No hay quien aguante. Los agricultores están en
los bancos renegociando las hipotecas de los invernaderos”. Calcula que el 70%
de los trabajadores del municipio son extranjeros.
Eva
Moreno, coordinadora de Cepaim, coincide en que el problema trasciende a los
agricultores y cifra en más de 60 los asentamientos. Su organización pide a la
Administración que ofrezca alojamientos y que de momento al menos recojan la
basura. “Los inmigrantes son gente que trabaja y que consumen en las tiendas y
que contribuyen a que Níjar salga adelante. Los que no están documentados es
porque no les hacen los papeles”. Las pocas veces que se hace algo, se lamenta,
es para desalojar a los migrantes sin ofrecer soluciones alternativas.
Ya
en la capital, Gracia Fernández, delegada del Gobierno de la Junta de Andalucía, reconoce que hay gente viviendo en asentamientos junto a los invernaderos en
toda Almería, aunque dice que no disponen de cifras y se explaya en el discurso
oficial. Dice que en Andalucía la integración social de los inmigrantes es
buena, que la vivienda es competencia del municipio y pide al Gobierno central
recursos para viviendas sociales. “Nos preocupan los inmigrantes, pero también
los autóctonos, muy afectados por la crisis”. Sostiene además que muchos
inmigrantes aguantan en la indigencia porque prefieren ahorrar para enviar
remesas a sus países.
En
los cortijos todos dicen que preferirían vivir en un piso. También el joven que
llegó a Melilla en zodiac, que no se atreve a explicarle a sus padres cómo
vive, porque están felices de que haya llegado a Europa. “No les cuento lo
difícil que es esto para que no se pongan tristes”. Imposible contarles que el
sueño era esto.