Pedro
Manuel de La Cruz
Director
de La Voz de Almería
No
albergaba muchas dudas de que la opinión que me merecía Zapatero pudiera ser
errónea, pero después de escuchar a Gaspar Zarrias desaparecieron. Fue un
mediodía de enero del tardozapaterismo en el restaurante La Fonda de la calle
Lagasca, muy cerca de El Retiro. Los juegos de la política lo habían retirado ya de la escena andaluza en la que
había permanecido de primer actor durante los últimos casi veinte años y Madrid
era para él un destierro lleno de grisura. Nunca habíamos mantenido una
relación fluida -la primera vez que coincidimos yo iba de “tercer hombre” y la
conversación no alcanzó a terminar el café en el ya desaparecido Nebraska de la
Gran Vía-, pero su constatada maniobrabilidad en la intriga y la capacidad de
supervivencia que había sabido demostrar al doblar sin heridas propias (las
ajenas nunca le importaron) todos los cabos de las tormentas internas por las
que había pasado su partido le había convertido en un personaje atractivo.
Pedro Sánchez |
Zarrías bebió agua y me miró: "Sabes lo peor que nos pasa -dijo mientras
apretaba los labios dibujando un gesto cercano a la bancarrrota-, lo que nos
pasa es que estamos llegando a un nivel de tontería en el que dos militantes
bien situados en Ferraz, tres directores generales y un subsecretario se reúnen
a cenar y a los postres ya han elaborado un decreto-ley".
“Las chicas de la Cruz Roja”, que tan alegremente paseaban por Madrid en la película, habían regresado, pero no a la pantalla de Cine de Barrio, sino a la programación del Boletín Oficial del Estado. Las chicas y los chicos del último Zapatero convirtieron las sedes ministeriales en una fiesta permanente más cerca del happy flowers que del rigor que debe imperar en una reunión de subsecretarios donde se decide la gobernanza de un país.
En aquel tiovivo de extravagancias adolescentes comenzó a gestarse la decadencia que ha situado al PSOE en la (casi) irrelevancia en comunidades tan importantes como Madrid, Cataluña o el País Vasco. La decadencia socialista no es el producto de una brutal e inesperada caída. Es el fruto madurado de un concepto de la política que ha tenido en la superficialidad de sus dirigentes nacionales la táctica y en la acumulación de superficialidades la estrategia.
La llegada de Zapatero a la secretaría general del PSOE fue un error buscado por Alfonso Guerra (y secundado por algunos de sus seguidores en Almería) para alejar del puente de mando a José Bono. Guerra sabía que con el ex presidente de Castilla-La Mancha los socialistas no llegarían ni muy lejos ni a buen puerto; lo que no supo calibrar entonces fue el riesgo de hacer la travesía con aquel diputado del que se desconocía todo porque no había destacado en nada.
La obscenidad del PP en la gestión del 11-M le abrió las puertas de La Moncloa y el aire favorable de la burbuja económica lo llevó en volandas durante la primera legislatura. Su primer gobierno ni quiso ni supo ver lo que se escondía tras el paisaje inconsistente de una situación económica sostenida por el gas de la especulación y, del segundo y sus torpezas, todos somos testigos. Lo que sorprende es la incapacidad de una organización centenaria como el PSOE para no evitar despeñarse una y otra vez en la misma piedra de la inconsistencia estratégica.
El tiempo y la voluntad de los ciudadanos ha demostrado -hasta ahora; a ver qué pasa el 26 J- que la elección de Pedro Sánchez no fue acertada. En medio de la gestión de una crisis que ha dejado sin aliento a millones de españoles -porque Zapatero fue una fábrica de hacer parados, pero Rajoy y sus medidas han sido una fábrica de hacer pobres, no vayamos a engañarnos-, a pesar de la crisis, digo, y en medio de la tormenta de corrupción que ha asolado al PP en los últimos cuatro años, su candidatura a presidente de gobierno obtuvo en diciembre el mayor fracaso histórico de los socialistas desde 1977.
Aquella noche y en medio del naufragio, Sánchez debió abandonar la secretaria general. No lo hizo, tal vez porque su ambición no le permitía dar el paso y porque la ambición de quienes le rodeaban se lo impedía con la ferocidad de quien sabe que, si se baja del tiovivo, ya nunca volverá a subirse. El 20D Sanchez era, ya, un político camino del olvido. Pero a su ambición y a la de quienes le rodeaban vino a auxiliarles la torpeza de Rajoy renunciando a intentar formar gobierno y posibilitando, con su negativa, el regreso al primer puesto de la escena del renacido líder socialista.
Pedro Sánchez comprendió la gravedad de la situación -el legislador no previó el bloqueo constitucional que la negativa del partido más votado provocaba- y, ya fuera por patriotismo o por interés personal y partidista (para mí, por las tres cosas), dio el paso adelante que no se atrevió a dar Rajoy por cobardía y durante sesenta largos días buscó a la desesperada un acuerdo imposible. Olvidó el líder socialista que los españoles pagan muy bien el patrioterismo de bandera y pandereta, pero no el patriotismo de verdad.
Habrá que esperar a que el tiempo limpie la espesura del tactismo de urgencia a que está sometida la política española para saber si Sánchez confió alguna vez y de verdad en que su oferta de transversalidad fuese aceptada por Podemos. Si lo hizo su torpeza es conmovedora. Quien nace para acabar contigo nunca te dará aliento para seguir viviendo.
La lección ya está aprendida y la ejecutiva federal ya sabe, bien que sabe, que, sea cual sea la aritmética electoral del 26-J, el acuerdo de gobierno con Podemos es inviable. En primer lugar porque Podemos (IU aportará sus votos, pero su opinión es irrelevante, no pinta nada en la coalición) nunca apoyará a un gobierno que no acepte el derecho a decidir de Cataluña o cualquier otra comunidad, como ya han expresado - y eso les honra- con tanta claridad como contundencia.
Para Sánchez la autodeterminación de Cataluña es una vía de imposible recorrido; para Iglesias ese es un tren del que no puede apearse porque, aunque quisiera -que no quiere- se lo impedirían sus socios de las confluencias catalana, gallega y vasca. La izquierda puede obtener dentro de dos semanas más votos y escaños que el centro derecha, pero el independentismo es una hipoteca inevitable para Podemos y un obstáculo insalvable para el PSOE. La treintena -o más- de diputados que pueden alcanzar las confluencias serán determinantes para esa hipotética suma matemática.
Pero en el PSOE esa posibilidad nunca tendrá recorrido. La veintena -o más- de los diputados que los socialistas puedan logar en Andalucía nunca recorrerán ese camino. A los que habrá que unir los diputados de otros territorios. Susana Diaz puede ser atacada desde todos los ángulos de la política. Desde todos, menos desde uno. Su oposición al referéndum independentista y, yendo aún menos lejos, al establecimiento de una relación bilateral entre España y Cataluña que rompa el principio de igualdad interterritorial es tan explícita que nadie -ni el PP y su vocación por el argumento forzado en el ataque al adversario- la pone en duda.
Andalucía fue, con su
La afirmación que voy a hacer es arriesgada, pero me aventuro: Si Susana Diaz no hubiese practicado de forma tan contundente su oposición a cualquier debilidad en la negociación con Podemos de la cuestión nacionalista, posiblemente Iglesias hubiese estado más cerca de doblegar a Sánchez con alguna fórmula entre la trampa y la extravagancia.
Iglesias, las confluencias y los independentistas lo saben. Saben que mientras Díaz mantenga -o amplíe- su posición en el PSOE, cualquier posibilidad de acuerdo con Podemos es inviable (salvo que Iglesias renuncie al derecho de autodeterminación, lo que, insisto, es imposible).
“Hay una diferencia
importantísima entre Podemos y el PSOE -me dijo Susana Díaz hace apenas veinte días-:
nosotros queremos cambiar el gobierno para acabar con el daño que ha producido
Rajoy y el PP a millones de españoles, Podemos quiere cambiar el país, su
estructura, abriendo la puerta a la desintegración territorial, a la
desigualdad y al rencor”.
El PSOE de Pedro Sánchez llega a estas elecciones abrumado por una extremada debilidad emocional. Las encuestas no le son propicias porque -y ahí sí lleva razón Sánchez- no han sabido movilizar a sus votantes; una falta de motivación que cabría achacarla, tanto a la inconsistencia política y curricular de muchos de sus dirigentes en Ferraz -la mayoría vienen de la burocracia interna-, como al comportamiento “funcionarial” de la mayoría de los sus dirigentes en cualquier parte.
La única esperanza del PSOE el 26-J es que el electorado socialista vuelva a estar por encima de sus dirigentes, abandone la amargura desencantada de la decepción y vaya a votar para “salvar” al partido. Y, en la esperanza de que eso ocurra, los dirigentes madrileños continuarán ensimismados en la comodidad recién estrenada de sus despachos sin ver la que se les va a venir encima a partir del 26-J.