In memoriam: María Ferrer 'la Coneja'

Manuel León
Periodista

Cada tarde, cuando el sol se derramaba por el Cañarete, bajaba una matrona al Puerto de Almería a ver cómo los barcos echaban en tierra el pescado fresco, vivillo y coleando aún. Durante más de setenta años de tardes marineras, esta mujer del arrabal de Pescadería -que el domingo se fue para siempre- formó parte del paisaje portuario, como los calamentos y las maromas, como las gaviotas y el sotavento. María Ferrer,  la Coneja, genio y figura de la marinería andante, apenas podía ya sostenerse en pie sobre sus lisiadas piernas, pero aún retenía el título de armadora de barcos -Federo y María y La Coneja (en su honor)- y mandaba mucho, pero que mucho, dentro y fuera del barco, a pesar de que tenía hijos que son abuelos. Parió nueve varones y tres hembras, fue embarcada muchos años al trasmallo y a la vaca, tirando como un hombre del copo, y guisó miles de ranchos de comida para su marido y sus hijos en las pesquerías de la Costa Afuera y de la Isla Alborán.

María Ferrer

Le empezaron a llamar la Coneja en el barrio porque no paraba de criar: uno, otro y así, hasta doce. Su Roque se le murió ahogado y Antonio de una pulmonía. En su frente se alineaban las huellas de los soles africanos y sus ojos vivarachos rezumaban la alegría de las familias numerosas. María nació en la calle Rosario en 1930. Su padre era sobrino de Paco Colomer, el capataz del muelle, y se dedicaba a controlar la carga que llegaba en los  faluchos: el trigo, el arroz, la harina y los garbanzos. La calle donde nació era una monería, el Paseo de Pescadería le llamaban, con muchas macetas a la vera y las sillas de anea en la puerta para estar de conversación.

María fue a la escuela del Martinete, que ya no existe, donde está el Amor de Dios, y a los 14 años se fue con su marido, Federo Segura, que era de Las Negras y se casó. Él iba con el bote del padre a pescar al boliche y ella vendía el pescado por la calle: ¡salmonete, chucla, caramel llevo! No había ni hay puerto allá en Las Negras y había que poner los parales y subir la barca con el torno. Después volvieron a Almería y María tuvo que empeñar el cartón del subsidio para comprar el primer bote. Los hijos fueron creciendo y se pasaron al arrastre. Con el dinero que les prestó el banco compraron La Perla.

Salían a la mar a las cinco de la mañana, cosían las redes, tintaban los artes de cáñamo, pero era María la que siempre negociaba los préstamos con los bancos. Nunca le devolvieron una letra. Su hijo mayor empezó a embarcarse a los nueve años y conforme fueron creciendo ella se fue quedando en tierra, pero se pasaba la madrugada en la lonja de guardiana del pescado, esperando ha hora de la venta. Esta anciana gioconda recordaba aún la famosa huelga de Pescadería de los años setenta, con Paco el Recortao. Se echaron a la calle, cortaron la carretera y las mujeres como ella se sentó en el suelo, al lado de la Policía. No se ganaba nada y el gasoil cada vez más caro y patrones de los viejos, como el Marino o José Luis, se iban retirando.

La Coneja hablaba con sus barcos por Onda Pesquera, antes de que existiera el móvil para preguntar por las capturas. Y se conocía, como el mejor lobo de mar, cada caladero, cada muesca en la costa, desde Canto Mónsul, a las Quinientas Viviendas. Este oficio de tinieblas, decía María en sus últimos años,  se había puesto peor que nunca, con el gasoil por las nubes y el pescado sin precio. Se quejaba, con voz lastimera,  de que el pescado que traen de fuera, de Chile, de Argentina, no le ponen etiqueta y lo venden en la Plaza como pescado fresco de Almería y le ponen un líquido conservante como el que se le echa a los muertos.

En los barcos, con el rancho de abordo, relataba María, los pescadores sí comían bien. Compraban en la tienda el costo de la semana: sus carnes, sus jamones, lomo adobado, buen vino. María llegó a cocinar una paila de migas a bordo. A ella no le gustaba la carne, sólo cenaba pescado: en esa casa de herrero no había cuchillo de palo. Pasaron muchas desgracias en esta familia, varios naufragios y cuatro barcos hundidos: el Segura Hermanos, en Melilla, hace 27 años, el Segura Ferrer, en la Isla, el Nuevo Segura Hermanos y el Bahía de las Negras, que se pegó fuego y uno de sus  hijos perdió dos dedos.

María la Coneja, viuda desde hacía casi 30 años, ha dejado más de veinte nietos y bisnietos, anclada hasta el último día a su querido barrio de Pescadería y a su viejo Muelle, desde el que cuando era una niña veía mecerse los barcos de vela y los vapores, que se llevaban en su vientre a muchos almerienses a la Argentina, entre barriles de uva de Ohanes y toneles de naranjas. Por eso acudía los domingos a su casa de Las Negras, a recordar sus años de juventud, cuando con la falda arremangada y descalza, con la arena de la playa entre los dedos, pregonaba ¡jureles frescos de la barca, a real!

Un día, a las tres de la tarde, estaba la Coneja sentada en el sofá y sonó el teléfono, lo coge y siente decir ¡mamá, mamá, auxilio, que nos ahogamos! Corrió a la Comandancia que estaba cerrada y le dijo al Comandante por la ventana que abría o le pegaba fuego al edificio. Menos mal que los recogió pronto un barco extranjero y se salvaron, venían todos sus hijos y nietos en una manta tiritando de frío, no  sabía aún si faltaba alguno.