Eduardo D. Vicente
Periodista
Manos ha sido el templo de los hábiles, la tienda donde era posible encontrar los detalles más excéntricos, la pieza inimaginable que parecía no existir. Allí acudían los desesperados que necesitaban esa particularidad que no encontraban en ningún otro comercio cuando no existía Internet y Madrid quedaba muy lejos. “Lo imposible lo hacemos en el momento y los milagros tardamos un poco más”, ha sido el lema del establecimiento a lo largo de cuarenta años de existencia.
A Manos íbamos los niños cuando se puso de moda la asignatura de Pretecnológica en el colegio y los trabajos manuales se consideraron a la altura de la Historia o de las Ciencias Naturales. Allí íbamos a comprar la arcilla para ser aprendices de alfareros y allí encontrábamos los trozos de madera y los pelos para la sierra de marquetería con las que recortábamos nuestras obras de arte. Manos fue un invento de Antonio Giménez Alemán, uno de esos personajes que nacen siendo comerciantes y que ya, siendo un niño, trapicheaba en el colegio con una cámara de fotos. “Empecé en La Salle retratando a los internos cuando era costumbre mandarle las fotos a las madres. Los colocaba en grupos para que el trabajo fuera más rentable”, recuerda el empresario.
Antonio Giménez Alemán y su hija Carmen |
Cuando un compañero retratado no le pegaba la fotografía solía utilizar otros métodos, próximos a los que había visto en las películas de Al Capone. “Si alguien me decía que no tenía para pagarme me iba a su clase a la hora del recreo, y le quitaba el diccionario o el estuche hasta que me abonara el importe. Se dieron casos de niños que protestaron ante el director, pero yo, como los buenos mafiosos de las películas, tenía al director de mi parte cada vez que le hacía una foto y no se la cobraba”.
Antonio Giménez tenía una máquina Regula con la que demostraba su astucia en el colegio y con la que se iba a las iglesias cada vez que se enteraba de una boda importante. No era el fotógrafo oficial, sino un joven intruso, un quincallero de la profesión que a fuerza de sangre fría y picardía conseguía ganarse unas pesetas. “Me iba a la iglesia, les echaba varias fotos a los novios al comienzo de la ceremonia y salía corriendo a la calle Ricardos para que en Óptica León me revelaran seis fotos inmediatamente. Antes de que los novios se fueran del templo ya estaba yo en la puerta con el material ante la sorpresa de la pareja, que no dudaba en comprármelas”, cuenta.
Antonio Giménez Alemán nació en la calle González Garbín en mayo de 1936. Su padre, Francisco Giménez, era farmacéutico municipal y tenía el laboratorio de análisis clínicos de la Puerta de Purchena. La ambición del padre era que el niño estudiara Farmacia, pero los libros no lo motivaban y toda la inteligencia que se necesitaba para aprenderse una lección, el muchacho la empleaba creando con sus manos. Lo mismo arreglaba un enchufe que reparaba una persiana o recomponía una figurilla de escayola. “Me llamaban Ulises, fértil en astucia”, recuerda.
Sabiendo que no haría carrera en la universidad, se comprometió con su padre a terminar el Bachillerato y a partir de ahí empezó a trabajar. Fue representante de farmacia durante siete años y a finales de los sesenta, cuando la fiebre de las grandes construcciones sembró de edificios el centro de la ciudad, se colocó con su tío, el constructor Enrique Alemán. “Me especialicé en ascensores. Iba por las obras ofreciendo mi producto y así llegué a montar ciento cuarenta”. La crisis de los setenta paralizó la construcción masiva y Antonio Giménez tuvo que cambiar de oficio. Compró un pequeño local en la calle González Garbín y puso una tienda de bricolaje y manualidades, cuando no existían negocios especializados en Almería. Cuando empezó a progresar se instaló en un bajo más amplio en la calle Alcalde Muñoz, frente a la iglesia de San Sebastián, y allí inició su aventura definitiva en el mes de abril de 1975, creando la marca Manos.
Era mucho más que una tienda. Era un gran bazar de manualidades, bricolaje, aeromodelismo, maquetismo naval, bellas artes, y era un taller que reparaba lo inimaginable. En la tienda, Antonio Giménez Alemán encontró el paraíso que buscaba, el escenario perfecto donde poder desarrollar a la vez sus habilidades manuales y sus aspiraciones como comerciante. Su éxito se basó en no decir nunca que no, en tener que lo que no tenía nadie y en registrar por las ferias principales del país buscando las novedades que iban saliendo al mercado. Traía los juguetes más extraños y se hizo de oro cuando se pusieron de moda el Scalextric y el Ibertren. Los vendía, los reparaba y buscaba las piezas por muy complicadas que fuera. El año en que apareció el juego del Trivial tuvo que hacer una lista de espera. “Procuraba tenerlo todo y si no lo tenía en la tienda lo buscaba por toda España. Quizá por eso me pusieron el sambenito de ser muy caro y había quien decía que para poder comprar en Manos tenías que empezar la casa”, asegura.
En los buenos tiempos llegó a tener un extenso equipo de empleados, algunos hicieron carrera en el negocio como Juan Cortés, Esteban Latorre y José Segura. Hoy, detrás del mostrador, sólo se mueve su hija Carmen y en el taller apenas se escuchan ya los sonidos de las máquinas. La competencia de ‘los chinos’, Internet y las grandes superficies comerciales, obligan a echar el cierre a más de cuarenta años de historia.