Reseña comentada de la antología “Más allá del sur”, de Poetas del Sur

Antonio
García Vargas

El libro Más allá del sur —primera Antología del colectivo almeriense Poetas del Sur— nace del entusiasmo y se nota. 30 poetas manifiestamente disímiles se unen para grabar, en indeleble letra impresa, la huella de su paso por el colectivo Poetas del sur en sus distintas realizaciones y facetas. Del abrazo resultante nace esta antología, libro inmenso como un océano, con olas que a distintas alturas remansan finalmente a la orilla de una poesía sin artificios, complejos o ataduras, salvo las del afecto y la camaradería. Estos 30 autores despliegan ante el lector tanto encantos como amarguras en una línea personal que les acerca a través del virtuosismo del verso, unas veces por la rima, otras por el ritmo; siempre por el lenguaje en sus giros y circunvoluciones.

Más allá del sur

Prólogo del libro:
La presentación o prólogo del libro corre a cargo de José Jesús de Bustos Tovar que, aunque dice no ser poeta, demuestra a través de su análisis de conjunto que sí lo es en potencia. Cuando aclara que se escribe fundamentalmente para comunicar con otro, es decir, para convertir el yo subjetivo en un yo múltiple, ya nos está expresando el trasfondo de toda esencia literaria en general y poética en particular. Su humanidad, por tanto, así como su conocimiento del tema, quedan enmarcados en lo que es y debe ser el trasunto de la actividad del poeta y todo cuanto hay y debe haber siempre en el entorno poético. La palabra poética —nos dice— es palabra asociada, es decir, la voz que requiere de otra voz para comenzar a tener sentido, y tras esto poco resta por decir porque lo abarca casi todo; el poeta es en esencia —nos viene a decir— un transmisor, transcriptor o traductor de aquello que no ve el ojo normal porque solo está al alcance de la acusada sensibilidad del poeta. Y, sobre todo, la voz que habla en el verso es siempre la voz que le llega del interior de las cosas, no la suya propia. Es por ello que el poeta tiene la obligación de mostrarlo, compartirlo y hacer partícipe al mundo del hallazgo en el singular lenguaje de la Poiesis. Todo un lujo haber contado con su excelente prólogo, José Jesús.

Poetas que intervienen en la obra:
La voz poética que aparece en primer lugar (páginas 21-26) es la de Diego Alonso Cánovas, un enamorado del formato tradicional de la poesía clásica, sobre todo del soneto, con las que conforma sus maravillosas recreaciones del devenir contemporáneo. Logra unir dos mundos aparentemente opuestos sin apenas despeinarse y lo hace con singular maestría y un gracejo muy personal. No sé si carne somos del destino / ilusos ignorantes del programa / que mueve nuestros hilos y que inflama / de vanos espejismos el camino, del poema: ¿Destino o libre albedrío?.

Interviene después (páginas 27-32) Alfonso Berlanga Reyes. Nos presenta el autor un largo poema de más de 100 versitos heptasílabos en cuanto a la forma y totalmente libres en su manera de mostrar los demás contenidos los cuales, unas veces cáusticos, otras un tanto nostálgicos, arañan la superficie del papel intentando quizá decapitar al monstruo de las angustias: Y tengo que sentir / tu voz atormentada / y todas las crueldades / vividas en tu nombre.  La noche a veces —pienso— es un verso sensible en la voz del poeta.

Seguidamente interviene Julián Borao con un único poema (páginas 35-36). Nos ofrece Julián unos versos que desbordan, diría, la máscara de las formas, como un pequeño grito que se repite a oscuras en la sorda nostalgia de múltiples arpegios de silencios. Nos dice al inicio del poema Ya no somos los mismos: Ya no somos los mismos, aunque aún / mantengamos la captación febril de la inocencia, / ya no somos los mismos aunque en el fondo / brille ese fulgor primero / de la vida que nace / entre lo cotidiano y sus matices. A veces, pareciera como si el poeta quisiera diluirse en un reflejo.

Lola Callejón Acién (páginas 37-42). Lola nos muestra dos poemas de corte un tanto reflexivo, sin formato, en versículos con hambre y sed de espacios que buscan conversar con el antiguo sentir de la poesía, como queriendo cabalgar del todo a la nada hasta diluirse en el angosto nihilismo de un suspiro: Una estela / en el camino / marca la huida. / No hacen falta las palabras.  El parpadeo prosigue a través de los versos como un tic que busca el calor de las páginas del libro.

Antonio Carbonell Sánchez (páginas 43-48). Antonio presenta cuatro poemas cortos de distinto formato silábico y forma expresiva. Lo hace en modo reflexivo y un tanto cáustico en apariencia. Aun cuando —pienso—, en toda mirada esquiva se insinúa, consciente o inconscientemente, un rastro de acercamiento, a veces hay que leer entre líneas para no caer en el obscuro foso de los versos. Así leemos: Desmonto dudas / soldando sus piezas. O: Retiro tornillos / indago hacia dentro / se cae mi teoría, / se sueltan las piezas. Podría ocurrir que la solitaria pared del oído nos devolviera intacto el eco de las palabras para no caer en la pertinaz nieve de la melancolía. Pero eso, Antonio, lo sabe y acaba diciendo: Ninguna pasión ha conocido / los idílicos jardines de la eternidad.

Francisco Checa (páginas 49-54). Francisco nos muestra tres poemas sin formato métrico, libres como la rapsodia de un viento inconformista que se convierte a veces en recodo verbal que acaba en ataúd de sombras, desencanto y el inabarcable martirio de la eterna pregunta. Así nos dice: Porque del frío y el hambre no se salva nadie: / del frío que da la tristeza de un mundo a la deriva,/ del hambre que mata a los que perdieron la esperanza. / Estoy seguro que Dios sabrá explicar tanto agravio. Y... ¡ahí queda eso!

Pepe Criado (páginas 55-60). Nos muestra Pepe dos poemas de corte distinto, uno en octosílabos y otro donde predomina el verso endecasílabo. En el primero se hace eco de la voz de la calle, empuña, desnuda y libre, la forma de las formas e intenta encontrar un rastro de estructura en la ciudad congelada, tal como si buscara romper las rejas del cuerpo para encontrar el poema: Madrid, un día de frío, / fue la triste madrugada / cuando la madre chillaba, / lloraba el niño aterido. En el segundo poema: ¿De dónde obtengo la mayor pérdida / sino de mí, del flujo de mi engaño / al agua que lleva y no navego?  A veces, parece como si los versos quisieran escapar del aire.

Antonio Cruz Romero (páginas 61-64), presenta cuatro poemas, cual abultados haikus, de formato libre, tema único y lenguaje coloquial y en gran medida expositivo, una especie de mirada hacia un único lugar donde florece quizás el desasosiego de sentirse centro en un cruce de miradas laterales donde, de estar seguro de sobrevivir, se perdería el íntimo temor que impide el propio encuentro: Abandoné el ticket arrugado sobre el asiento / de tela azul (1.05 euros) / que se quedó allí como recuerdo de un instante.

José María de Benito (páginas 65-70). José María presenta tres poemas coloquiales de distinta factura, sin formato métrico y de tono un tanto reflexivo: Cuando la vida de un parásito / se afinca en un hueco de la mente / hay que soñar despiertos / con princesas y cielos azules. Curiosamente, la lectura de algunos versos de José, me induce a intentar descubrir qué hay detrás de ciertos espejos aunque no sé si me atrevería. No sé, pienso cuando oigo músicas y risas tras las grietas de ciertas alcobas, que tal vez convendría poner un par de cerraduras al viejo libro del amor. Y, la verdad, no sé por qué.

Guillermo de Jorge (páginas 71-73). Guillermo llega con un poema titulado Poemas del combate y un talego lleno de metáforas metálicas que forman parte de su mecánica poética donde el día a día es el auténtico protagonista. Él es un ente que se reconvierte en sensación paradójica gravitando a menudo con sus particulares nostalgias. Quien le conoce, sabe que la noche le sume en un estado de hiperestesia que le lleva a percibir leves vestigios cromáticos y espaciales que convierten sus sueños en una cámara de vacío. Así, nos dice: ... aquellos años jamás volverán; y nos sentamos / otro lunes más / cara al sol, en el mismo banco, en el / mismo hueco, en / el mismo ataúd. Las sílabas colgantes a final del verso son su sello personal de rebeldía.

Alonso de Molina (páginas 75-80). Alonso presenta dos poemas móviles, a veces prosa rítmica, a veces no, mas siempre con una cierta nota cadencial que viene dada por el uso de endecasílabos y heptasílabos esturreados de manera aparentemente descuidada pero no tanto.  Viene a ser como un estertor controlado de pasos buscando puertas, palabras naufragantes, renglones —diríase—, de húmeda caligrafía interna para habilitar espacios. Así: No es difícil amar a una mujer que riega sus macetas. Ni siquiera es preciso que haya nacido un viernes.... O esta otra: Desde la risa de una soledad elegida resistimos al engaño, a la complicidad del oxígeno...  Alfonso, no cabe duda, habilita los espacios hasta desplegar sus sombras al tiempo que se ríe de los peces de colores.

Antonio Duque Lara (81-83). Antonio presenta un poema ligero, sin formato métrico: En el alto firmamento / la albura de la luna / riela / reflejada en la espumosa / nieve del camino / y en la cara de mi morena / los carbunclos de sus ojos / mi corazón queman.  Está claro que el amor es un persistente hecho; un hecho poético que se repite a sí mismo en una y mil formas serpenteantes de mujer. La morena de Córdoba fue un claro ejemplo.

Pedro Enríquez (85-87). Pedro presenta un único poema sin forma y/o constancia rítmica permanente que permita catalogarlo; naufraga por tanto entre dos mundos pero se escucha con agrado. El tropo es dueño y señor del lenguaje en este poema multifuncional que posee las trazas de un cadáver exquisito. Así: Los maizales esconden dedos de cigüeña. / La moscarda avanza sin rumbo, / un zumbido de alondras sin nido. / La tierra no conoce las alturas del grano, / la mazorca se divierte con la presencia de las bocas...

Virginia Fernández Collado (páginas 89-94). Virginia participa con tres poemas de verso libre, sin formato, aunque distintos entre sí. Hay en ellos una mirada íntima al interior de cuanto acontece y la voz nos narra el discurrir móvil del entorno y la vida que en él bulle. El verso es pura palingenesia, muere y se reencarna una y otra vez tanto poética como simbólicamente cual noche que extiende su halo tiñendo el entorno de palabras. Así: Un riachuelo como un incendio / te espera en el camino”. O esto otro: “Nieve asustada / nieve pálida / tu pureza invade el rostro de los niños.

Antonio García Vargas (95-100). Antonio nos presenta un largo poema Cármina novae 1; palabras al viento, sobre el mundo clásico griego y romano en la voz de un vate que reniega de la poesía; un epilio en hexámetros anapestos. Y dice: Soy el dedo abisal, el que empuja la letra, la imagen y el verbo / y despeña sus sílabas, soy un ser abismal, ser carnívoro... O esto otro: Soy escita, que nómada, escapare del férreo control de las Artes / el que huyó de la ciencia que heredara de Homero... En este poema el desengaño del rapsoda tiñe de gris caras y cosas, convirtiendo en parámetros de tiempo las noches de todos los días, quedando estas absortas en la antigüedad de la percepción esférica.

Carlos Guerrero Gallego (páginas 101-103). Carlos participa con un poema llamado Peligro que alterna en su formato rítmico, en general, versos alejandrinos que a veces descompone en heptasílabos, originando (junto a algún que otro endecasílabo suelto) una estudiada estructura métrica. Así: Has de buscar allí / las frases que, una vez, hicieras tuyas / y luego abandonaste / a la promiscuidad de un mundo de ignominia.

Perfecto Herrera (páginas 105-110). Perfecto viene ‘armado’ con tres poemas de distinta factura, dos en versos (en general) endecasílabos y el último en hexámetros dactílicos de excelente ritmo. Los tres naufragan en un mar de versos de tierra, pateras y espejos falseados, donde el vate trata, ¿quizá?, de abrazar un cálido talle y morir o descansar en él temporalmente. El verso, en general, se hace cuerpo sensible en la voz que propicia la voz del poeta en su afán de liberar un cierto encanto tóxico acumulado. Así, nos dice: Bajo el naranjo alzado me sé tierra; / sobre mí, él se siente élitro de dioses... Así también, emulando a Homero: ... esta certeza de ser existencia y jamás maniquíes / que no supieron estar resurrectos, invictos... gloriosos.

Noelia Illán Conesa (páginas 111-113). Noelia participa con un poema: Arrêt d’urgence, sin formato prefijado y libertad expositiva. Su mirada al entorno es profunda e intenta atrapar el eco lejano de los porqués o el tenaz alarido de las sombras y/o de la luz que a veces se le niega con versos como estos: Momentos estrechos como embudos / el pasillo turbio donde no se oculta el miedo / el frío de las seis de la mañana en los párpados / el disparo hueco a media tarde en la sien...

María Lago Núñez (páginas 115-120). María nos presenta cuatro poemas en endecasílabos acompañados, de puntillas, por unos leves pies quebrados. Es fácil captar en sus suaves versos, a veces,  un ligero escozor interno mientras indaga en ciertos huesos recubiertos de polvos y ceniza, algo así como si quisiera escapar del aire que sofoca el claustro poético de su garganta. Así, nos dice: Navegó y llegando a la deriva / a una isla, donde el sur está presente, / despertó en el ayuno de caricias / para, al fin, desnudar su esencia toda. Y acaba así uno de sus poemas: Muere la luz. / Ahora puedo ver. Pareciera que el verso adelgaza la noche; muta en cuerpo sensible la voz del poeta.

Gloria Langle Molina (páginas 121-126). Gloria nos presenta cuatro poemas en prosa sin formato rítmico visible pero su voz, abrazada al entorno, nos lleva al mundo de los colores, sensaciones y olores. Su monólogo externo, a cada paso, fabrica o reconstruye nuevos-viejos instantes en la misteriosa curvatura de su universo personal y la palabra se estira hasta pasar a ser parte del paisaje. Y así, le canta al arrecife: Sois entraña calcárea de las arterias del agua. O a la hojarasca: La hojarasca no es el fin, es la espera. O al vaivén: Es el amor, que un día llama a tu puerta y se instala en tu casa.

María Ángeles Lonardi (páginas 127-132). María Ángeles nos presenta tres poemas donde el sur está siempre presente, despierto y latente en todos sitios, mas cuando llega la noche se retira en el recuerdo perenne de su tierra; como si cada instante fabricara nuevos instantes en la misteriosa curvatura del universo, buscando reencarnarse mil veces nuevo en la memoria de sí mismo. Así, en versos exentos de formato, nos dice: Más al sur, el cono imaginario / se reduce a un punto vertical / a un cenit preciso: / el lugar de donde vengo / donde la tierra se une al cielo / se funden en un abrazo eterno...

José Juan Martínez Ferreiro (páginas 133-136). José Juan nos presenta un poema, Salamandra, compuesto en versos aparentemente sin formato pero cuyo movimiento muestra cadencias ocultas que hacen grata su lectura: Cuando Claire se marchó, / la tarde vacilaba / en los ensimismados ventanales. / En su espalda lejana / cicatrizaban / todas las llagas de la ausencia”.  Y en otra estrofa: “Respiro y sueño / el sueño giratorio / del cuerpo coronado, multiplicador / de la lluvia en su piel sudada .

Chelo Milán (páginas 137-142). Chelo interviene con cuatro poemas, todos dedicados al sur y donde la voz se expresa tanto en alejandrinos, como en heptasílabos, endecasílabos y/o libres de toda métrica, buscando el sur que la vio nacer abrazado al sur que la vio crecer. La poesía es pájaro atrevido que vuela en bandadas de palabras rompiendo con sus versos el silencio de sus alas. Así, nos dice: Al final, con la calma y la dulce humedad / el cerezo sonreía”. O: “Al amor, a la flor, / al lejano dolor, / a tus carnosos labios / que besan con mordiscos de lúbrica ilusión. Y siempre, irremediablemente, el sur.

Joaquín Ortiz Sánchez (páginas 143-147). Joaquín participa con tres poemas sin métrica propiamente dicha. En ellos muestra una especie de huida al exterior de las cosas, un alejamiento tal vez de la rutina en un posible intento de atrapar el eco lejano de lo intuido o prolongarse en el alargado cuerpo, —¿o alarido?—, de las sombras. Y nos dice: Viajaré a ese lugar donde brilla la oscuridad / recóndito paraje onírico que te lleva a la ataraxia. A veces la poesía, al no decir, lo dice todo. O al menos lo insinúa.

Ritxi Poo (páginas 149-152). Ritxi nos presenta un poema, “Elegía a un árbol de ciudad talado”, en una deliciosa alternancia de versos endecasílabos, alejandrinos y heptasílabos, que juegan con los giros vocálicos y rítmicos del poema haciéndonos vivir la esencia en primer plano. Diría que el poeta respira —y nos hace respirar— la atmósfera poética que surge de los sueños ante el árbol caído. Y nos dice: Salí buscando nada en general / y me encontré la nada más concreta. / No estabas en tu sitio. / [...] “de tu existencia quedan tus raíces al sol, / pronto estorbo del árbol que algún día / plantarán y que nadie nombrará, / que talarán de nuevo. La voz poética, a veces, llena vacíos del alma.

Teresa Ramos (páginas 153-155). Teresa nos presenta el poema Lo que quiero. Es un canto a la luz, a la esperanza y al deseo de alcanzar la estrella antes de que se apague. La palabra se hace a veces acequia donde discurren las aguas de aquello que deseamos, aquello que pasa sin cesar y que se aleja en pequeños estertores, cual pasos buscando puertas o voces naufragantes, renglones a escribir, llantos, ilusiones... Lo que quiero anida en la luz / de lo oscuro, cálido y dulce, / de pluma, sabe volar. / Avanza, proyecta fuego / y abona de pavesas / la tierra que pisamos. Y nos dice al final: Lo que quiero se teje de humo / y jamás regresa a ese instante / en que sucede y culmina

Andrés Rubia (páginas 157-162). Andrés llega con cuatro poemas bajo el brazo, sin más formato que el que le dona el verso pero animados a ser poesía pese a la ausencia de ritmos, amparándose en los giros del lenguaje. Torres más altas han caído. Te queda bien mi abrazo —nos dice en tono coloquial— como abrigo. Quedémonos en casa. / Uniremos hemisferios borrando las dos puertas de las que te hablé. En otro espacio versal nos recuerda: Los vientos del desierto desenterraron los muertos de la historia. En la habitación de al lado se cierra una puerta. Casi se escucha un despliegue de sombras.

Esmeralda Sánchez Martín (páginas 163-165). Esmeralda presenta un poema de nombre Geometría para dos en una escala rítmica que a ratos se hace errática aunque cercana y en un formato cambiante que se rebela ante un lenguaje que le avasalla: Hemos ido aprendiendo / que el mundo que nos roza / es geometría / espacio de azúcares, / puntos cardinales, los brazos, / pirámide el corazón / cuando tropiezas...     

Francisca Sánchez Sevilla (páginas 167-172). Paqui interviene con cuatro poemas sin formato en los que nos dice sus sentires y pesares mediante ligeras y vivaces estrofas: Tengo que decirte una cosa... / y las palabras volaron como / toda nuestra historia, / por la ventana. Los humanos esperamos senderos bordeados de ardillas pero recibimos a cambio picotazos de celos y tristezas. Es por ello que precisamos del trino de unos versos para alejar el grito. Bien, encendamos de nuevo la palabra: Al fin te beso con los ojos cerrados —nos dice Paqui—, pues lo aprendí de las películas. ¡No, ese no era el guión! ¡Corten, por favor!  Y se apagan las luces del bosque donde anidan las manos.

José Antonio Santano (páginas 173-178). José Antonio cierra el turno de participaciones de nuestra antología con un largo poema al que titula “El Sur”, construido en versos en los que predomina el endecasílabo y el heptasílabo —solo o en parejas formando a veces alejandrinos— y algún que otro verso suelto. No hay una línea rítmica continua pero su lectura es armónica: Ay Sur, este Sur que nos concilia / con la tierra y nos enoja y turba, / y nos vuelve enemigos, encoleriza / y nos abruma con el horror de una lágrima / y nos deja al albur de los silencios / y nos encandila la voz con la voz / del agua y del aire...

Y hasta aquí hemos llegado.