Manuel León
Periodista
➤➤➤No está muerto. Vive -a veces hasta sonríe- en Huércal-Overa, tan silencioso como una estatua, tímido como un pez, correcto con sus compañeros de residencia; vive ‘el hombre de la manta’, ese personaje casi mitológico para los almerienses de cierta edad, en el centro de mayores Angeles Parra, atendiendo al nombre de Thomas, levantando la mano para saludar a algún vecino de habitación, recogiendo papeles y desmenuzándolos en trocitos cada vez más pequeños, como hacía cuando vagaba por las calles de Almería; vive, este espectro de la historia callejera de nuestra ciudad, sin recibir ninguna visita, ajeno a los talleres de risoterapia que organiza el equipo de atención psicológica, bien atendido y aseado, hasta en cierta forma querido, ya sin pelo en la cabeza pero con los mismos ojos azules, sin ver la tele, almorzando con apetito en el comedor, sin saber nadie a ciencia cierta si está en el mundo de los cuerdos o de los perturbados.
Un empleado se refiere a este antiguo vagabundo con afecto: “¿Thomas?es un hombre educado que nunca habla, no da problemas, se comunica por señas, solo sabemos que vino de Almería y asistencia social se hizo cargo de él, cuando aún llevaba barba larga”. Lo reconoció también Juan Sánchez, un guardia jurado almeriense natural de Chirivel, que vivió en la capital y que solía verlo a diario por las calles del centro. Sánchez visitaba años después a su madre en la residencia huercalense y se encontraba siempre con Thomas: “Allí le llaman también el francés, lo reconocí de inmediato, tiene el mismo gesto de evasión, la misma forma de mirar”.
Su manutención en ese centro de la calle Molino dotado para 120 plazas, que sale por unos 1.600 euros mensuales, la financia los servicios sociales. Allí, en ese municipio fronterizo, afeitado y aseado, con camisas de hilo y pantalones de algodón, Thomas no es ya ‘el hombre de la manta”, es uno más entre los internos que comparten hábitos y soledades, un eslabón más de esa dinámica anodina de rutinas y abatimiento.
Uno se imagina a Thomas antes de coger carretera y manta, cuando debía ser aún un tipo mesetario, cuando una mañana cualquiera salió por la puerta de su casa francesa -mientras su mujer pasaba el aspirador en el piso de arriba- para no volver nunca más. “Voy a echar una carta o voy a comprar una cajetilla” probablemente le diría a la esposa. No llevaba calzado, ni ropa adecuada, ni un teléfono móvil entonces inexistente, ni sabría hacía donde le arrastraría aquella huida vitalicia. El azar o la necesidad -como en el ensayo de su compatriota Monod- lo condujeron hacía el sol de Almería. Y aqui deambuló como un robinson urbano más de veinte años. Se tapaba con jirones de trapo, con zapatillas atadas por cuerdas y con una eterna manta de color pardo o rojizo.
No pedía nada, solo recogía colillas del suelo. No hablaba con nadie y permanecía sentado en algún soportal cuando alguien se le acercaba ofreciéndole ayuda. De pronto se incorporaba y vagaba por las calles del centro, comiendo lo que podía de la basura o de la caridad. Lo mismo aparecía por Obispo Orberá o por Calzada de Castro que por la Avenida de la Estación o por la Bola Azul. Yo lo recuerdo -cuando salíamos de clase del Celia Viñas, por los años 1986 y 1987- viéndolo caminar con parsimonia por el viejo puente de la Rambla, como solo caminan los heridos de guerra, con la mirada perdida en las moreras de abajo, con el pelo largo y mugriento, con su manta al hombro, casi descalzo, con la sensación de que no padecía ni frío ni calor, ajeno al mundo de los mortales.
En Almería, está documentado por varias cartas al director en este periódico, se mantuvo al menos hasta 1997. Isabel Gallego contaba entonces cómo se agachaba a comer las migas que le echaban a las palomas de la Plaza del Educador, casi sin poder ocultar los genitales y Cecilio Márquez reclamaba que Cruz Roja o el Obispado se hicieran cargo de ese legendario anacoreta.
Cada almeriense que brinque de los 40 lleva ‘un hombre de la manta’ dentro; cada uno lo veía de vez en cuando en algún sitio distinto de la ciudad; cada uno ha oído una explicación de su vida, entre la realidad y la leyenda, entre la verdad y la ficción: “era un cirujano que al operar a su hija se le murió en el quirófano y decidió apartarse de la sociedad”; “era un hombre al que llamaban Juan el lanas que dormía todas las noches debajo de un puente”; era un tío que pertenecía a una familia muy rica de la que renegó y al que un pariente le llevaba bocadillos y Coca Colas”. Incluso las madres llegaron a asustar a los niños: “si no comes te llevó con el hombre de la manta”; y los padres: “como sigas así sin estudiar vas a acabar como el tío de la manta”.
Lo cierto es que nunca se sabrá de sus razones para haber llevado esa vida tan brumosa, de dónde vino esa decisión de tirarse a la calle, de aislarse de la sociedad como un náufrago en una isla de Stevenson. Y nunca entenderemos por qué una persona tan anónima como él ha llegado a calar tan hondo en el imaginario colectivo almeriense. El enigma se lo llevará Thomas -o como quiera que se llame este silencioso hombre- a la tumba.
Su manutención en ese centro de la calle Molino dotado para 120 plazas, que sale por unos 1.600 euros mensuales, la financia los servicios sociales. Allí, en ese municipio fronterizo, afeitado y aseado, con camisas de hilo y pantalones de algodón, Thomas no es ya ‘el hombre de la manta”, es uno más entre los internos que comparten hábitos y soledades, un eslabón más de esa dinámica anodina de rutinas y abatimiento.
Uno se imagina a Thomas antes de coger carretera y manta, cuando debía ser aún un tipo mesetario, cuando una mañana cualquiera salió por la puerta de su casa francesa -mientras su mujer pasaba el aspirador en el piso de arriba- para no volver nunca más. “Voy a echar una carta o voy a comprar una cajetilla” probablemente le diría a la esposa. No llevaba calzado, ni ropa adecuada, ni un teléfono móvil entonces inexistente, ni sabría hacía donde le arrastraría aquella huida vitalicia. El azar o la necesidad -como en el ensayo de su compatriota Monod- lo condujeron hacía el sol de Almería. Y aqui deambuló como un robinson urbano más de veinte años. Se tapaba con jirones de trapo, con zapatillas atadas por cuerdas y con una eterna manta de color pardo o rojizo.
No pedía nada, solo recogía colillas del suelo. No hablaba con nadie y permanecía sentado en algún soportal cuando alguien se le acercaba ofreciéndole ayuda. De pronto se incorporaba y vagaba por las calles del centro, comiendo lo que podía de la basura o de la caridad. Lo mismo aparecía por Obispo Orberá o por Calzada de Castro que por la Avenida de la Estación o por la Bola Azul. Yo lo recuerdo -cuando salíamos de clase del Celia Viñas, por los años 1986 y 1987- viéndolo caminar con parsimonia por el viejo puente de la Rambla, como solo caminan los heridos de guerra, con la mirada perdida en las moreras de abajo, con el pelo largo y mugriento, con su manta al hombro, casi descalzo, con la sensación de que no padecía ni frío ni calor, ajeno al mundo de los mortales.
En Almería, está documentado por varias cartas al director en este periódico, se mantuvo al menos hasta 1997. Isabel Gallego contaba entonces cómo se agachaba a comer las migas que le echaban a las palomas de la Plaza del Educador, casi sin poder ocultar los genitales y Cecilio Márquez reclamaba que Cruz Roja o el Obispado se hicieran cargo de ese legendario anacoreta.
Cada almeriense que brinque de los 40 lleva ‘un hombre de la manta’ dentro; cada uno lo veía de vez en cuando en algún sitio distinto de la ciudad; cada uno ha oído una explicación de su vida, entre la realidad y la leyenda, entre la verdad y la ficción: “era un cirujano que al operar a su hija se le murió en el quirófano y decidió apartarse de la sociedad”; “era un hombre al que llamaban Juan el lanas que dormía todas las noches debajo de un puente”; era un tío que pertenecía a una familia muy rica de la que renegó y al que un pariente le llevaba bocadillos y Coca Colas”. Incluso las madres llegaron a asustar a los niños: “si no comes te llevó con el hombre de la manta”; y los padres: “como sigas así sin estudiar vas a acabar como el tío de la manta”.
Lo cierto es que nunca se sabrá de sus razones para haber llevado esa vida tan brumosa, de dónde vino esa decisión de tirarse a la calle, de aislarse de la sociedad como un náufrago en una isla de Stevenson. Y nunca entenderemos por qué una persona tan anónima como él ha llegado a calar tan hondo en el imaginario colectivo almeriense. El enigma se lo llevará Thomas -o como quiera que se llame este silencioso hombre- a la tumba.
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