Moisés S. Palmero Aranda
Educador ambiental y escritor
⏩ Son muchas las
cumbres que conforman la COP25. Como si de una cordillera se tratase, a cada
pico le preceden y le siguen varias otras. Para llegar a Valparaiso (todas las
salas hacen referencia a Chile), el pabellón donde están las salas de
plenarios, donde el acceso es restringido, donde se debaten y se pactan los
acuerdos que marcan nuestro devenir, hay que pasar por diferentes cumbres.
La primera está
en la calle, en la Universidad Complutense de Madrid, donde se celebra la
Cumbre Social por el Clima, una contracumbre organizada por los colectivos
sociales donde se pone en duda las decisiones que toman, supuestamente por el
bien de todos. Allí se les saca punta a cada una de las palabras, de las comas
y los puntos que aparecen en los acuerdos, porque hay que recordar que esos
pequeños detalles, esas grietas jurídicas, son las trampas que dejan las
puertas abiertas a las grandes corporaciones y a los estados para seguir
manteniendo el sistema.
A las puertas de
la COP otra pequeña cumbre, compuesta por un puñado de antisistema, rodeados de
policías, grita consignas para pasar a la acción, para denunciar los abusos,
para que resuenen en la cabeza de los que, trajeados, hacen cola para acceder a
las puertas del cielo. Quizás por eso lo llaman la Zona Azul.
Pero antes, en la
dirección opuesta, está la Zona Verde, dedicada al público general, donde se
puede encontrar la parte palpable de los
cambios que se están produciendo. Colectivos, asociaciones, fundaciones y empresas muestran y debaten sus trabajos, sus proyectos, sus propuestas para
que la gente pueda ir dando pequeños pasitos, donde se habla un lenguaje fácil
de entender.
En la Zona Azul,
antes de llegar a Valparaiso, hay diferentes pabellones, y a medida que avanzas
por ellos, las palabras empiezan a confundirse, cambian de significado y
pierden su valor, aunque queden firmadas, selladas en un contrato vinculante
como es el Acuerdo de Paris. Contrato que ningún valor tiene porque ignoran lo
que allí acordaron, porque se pactan moratorias, adaptaciones y compromisos a
la baja.
Y podríamos
pensar que ese último pabellón es la verdadera cumbre, pero el Olimpo de los
Dioses está mucho más arriba, inaccesible para todos, alejados de los humanos.
Allí es donde se dirige todo, desde allí provocan las guerras, controlan
recursos, sacrifican peones. Las grandes corporaciones son lo más parecido a
una divinidad, que nadie ha visto, pero que controla su vida.
Si algo hay
transversal a todas las cumbres, salvo en los últimos pabellones, es la idea de
que el problema radica en nuestro sistema de valores. Un modelo que se ha hecho
poderoso creando deseos, generando ambiciones que no hacen nada mas dividirnos.
El capitalismo se basa en generar violencia, enfrentamientos entre países,
entre pueblos, entre culturas, entre razas, entre vecinos, entre géneros, entre
hemisferios. Una presión que nos ha llevado a aislarnos, a cerrar nuestras
fronteras, ciudades, barrios, nuestras
casas. Nos encogemos para al menos proteger, cueste lo que cueste, nuestro
reducto, lo poco que nos queda y que nos hace creer que somos libres. Pero
somos nuestros propios carceleros que presumimos de tener una cárcel de oro.
Y la dificultad está en minar el origen del problema, de cortar la raíz con la que se
retroalimenta. No será fácil, porque lo defenderán a costa de nuestros
derechos, de nuestra seguridad, de nuestra vida. Si queremos tener una
oportunidad hay volver a crear comunidades fuertes que defiendan con uñas y
dientes un bien común. El cambio climático, la violencia de género, el racismo,
la xenofobia, las desigualdades sociales, los derechos humanos,… son secuelas
de la misma enfermedad.
Tenemos que unir
a toda la sociedad civil, a los que transitan las diferentes cumbres, y que
nuestros pasos, nuestros gritos y nuestra energía hagan temblar la inaccesible
cumbre desde donde manipulan, dirigen y sacrifican nuestras vidas.
Sé que no es fácil, que ideas como esta se han repetido a lo largo
de la historia, pero ahora confluyen muchos astros y, ante todo, la falta de
tiempo para actuar. No dejemos que el YA, el ahora, se diluya. No les dejemos
alargarlo, relativizarlo, porque son expertos en confundir el ahora con meses, años, décadas, intentando desesperarnos y
desmoralizarnos a todos, dejando sobre nuestras espaldas una carga de
impotencia difícil de sobrellevar, haciéndonos doblar la rodilla para
perpetuarlos.
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