Manuel León
Periodista
⏩ Carlos Pérez
Siquier era entonces, cuando apareció esa niña en la puerta, un muchacho sin
arrugas y sin pelo blanco cayéndole por la nuca como a un Arapajoe; era entonces, en ese lejano 1957 almeriense,
un atildado oficinista del Banco Santander perito en arqueos de
caja, en canjes de cheques y en dar los buenos días a los clientes habituales
que entraban por la puerta giratoria del Paseo, pero que soñaba con que pasaran
las horas macilentas de despacho y con que arribara el fin de semana para hacer
lo que más le emocionaba.
Era como aquel Kafka, que en la Praga de hace un siglo se calzaba los
manguitos y se pasaba horas encarcelado, tramitando seguros Generali, soñando
con que llegaran las siete de la tarde para llegar a casa, preparar una tetera,
abrir el escritorio y empezar a ungir historias en cuartillas holandesas. Solo
que el empleado de banca almeriense no agarraba pluma y tintero como el escritor
checo, sino una cámara Rolleliflex para
construir historias con imágenes.
Le dio a Carlos, entonces, por subir a los
arrabales de La Chanca, a retratar niños desnudos, a mujeres dando de mamar
haciendo la cruz de la maldición, a niñas con cántaros de arcilla apoyados en la cadera como samaritanas,
a vecinas barriendo la puerta o tendiendo la ropa o peinando a los hijos en la
puerta sobre una silla de anea o a pescadores haciendo hilo con la rueca
bajo el cerro de Las
Mellizas.
Aún no había aparecido Goytisolo con su libreta,
ni Valente con sus
versos, ni Sensi con
sus suspiros, ni Pepillo con
La Traiña, ni Ceba con
la tiza. Ahí aún estaba solo Carlos, al que las gentes del barrio llamaban El Americano, apareciendo
como un fantasma urbano por entre esos cerros empinados y esas calles de arena,
con la cámara al hombro, fotografiando a los desheredados de la ciudad.
Una de aquellas mañanas soleadas, junto
al Barranco Caballar, se le
apareció al fotógrafo una niña en el dintel de la puerta de una casa-cueva. Era
una niña humilde, que acababa de salir a la puerta, con los ojos heridos por el
sol tras abandonar la penumbra. Iba vestida con una saya blanca que se agarraba con la mano derecha, mientras
apoyaba en el quicio de cal blanca la izquierda. Calzaba unas pobres alpargatas
y sostenía con altivez la mirada al hombre que armaba la cámara como si fuera un arcabuz para atrapar el
instante, sin imaginar que esa imagen de ‘niña blanca’ se acabaría
convirtiendo en un icono de ese barrio donde empezó todo lo que ha venido
después en la ciudad.
Fue como un flechazo- como el de un Nabokov con su Lolita- ese
fogonazo de bromuro de plata, en el que el fotógrafo y la modelo no
intercambiaron palabras. Ambos se miraron a los ojos y decidieron hacerlo
rápido, en un segundo: posar y disparar, en un encuadre de geometría
perfecta, convirtiendo lo ordinario en extraordinario. Un segundo después
de la toma, le dijo a la madre: “Mama,
el Americano”, y se oyó la voz de la madre desde la cocina: “Niña, métete para
dentro”. Y la niña: “Creo que me va a hacer una foto”. Y la madre: “Te he dicho
que pases”. Y la niña: “Pues ya está hecha”.
Un domingo del
año 2006, casi medio siglo después de aquel hechizo chanqueño, una mujer rubia
llamada Elena -que preparaba un álbum de fotos para regalar a su madre
residente en Londres por su 60 cumpleaños- se encontraba desayunando en Aguadulce y hojeando el periódico
del día se dio de bruces con una foto de una exposición de Pérez Siquier
organizada por el Foro La Chanca. Y tuvo un pálpito y cogió el coche y se fue a
buscar a su tía Fina a la calle Pedro Jover, quien le confirmó que esa de la
foto del periódico era su madre. Y Elena emocionada localizó a Carlos que
desayunaba en el Colón y
se presentó: “Yo soy la hija de
la Niña blanca”. Y a partir de entonces, se obró el milagro de
la vida después de aquella imagen remota, que ha sido punta de lanza en
exposiciones del Premio Nacional de Fotografía y Medalla de Oro de las Bellas
Artes, y todas las piezas del tiempo empezaron a encajar.
La niña que fotografió aquella mañana
lejana el entonces joven empleado de Botín se llamaba Ángeles Hernández Domínguez, hija de
José, un pescador de traíña del barrio, y de Josefa, que parió también a Fina y
a Paquita en esos humildes andurriales bajo La Alcazaba, en una casa sin luz ni
agua. Tenía Ángeles entonces, cuando quedó inmortalizada para los restos, once
años y toda una vida por delante. Por eso, a los 17, se fue a trabajar de
camarera a un camping de Palma de
Mallorca, como otras muchachas de La Chanca, por recomendación del propietario del bar Los Mariscos, en
Méndez Núñez, que tenía amistades en la isla.
Con su cofia y su uniforme negro, laboró
varios años Ángeles en ese complejo de bungalows, hasta que un cliente inglés
llamado David Hepburn empezó
a rondarla. Ella no sabía una palabra de inglés ni él de español, pero no
fue impedimento para que fuera meses después a visitarla a su casa de La
Chanca, con un diccionario Collins en
la mano. La suegra le preguntó que en qué trabajaba y él le dijo que en la
Bolsa. Y madre e hija creyeron que era basurero. Terminaron casándose en la Iglesia de San Roque en 1967,
con don Marino oficiando la ceremonia del bróker y la camarera,
quienes salieron rumbo a Londres donde se establecieron. Al mes llamó Ángeles a
su madre, a un bar de la Plaza Moscú y ésta le preguntó: “Nena, cómo estás”. Y ella: “Bien, aquí
son muy limpios madre, mi marido va todos los días al trabajo de basurero con
traje y corbata”.
David y Ángeles vivieron también años en
Canadá, Luxemburgo, Bélgica, para volver de nuevo a Londres, donde tuvieron
dos hijas: Elena y Molly.
Tras el encuentro de la hija con Carlos,
se produjo a los pocos meses el de la musa con el artista, en la antigua Cafetería Gladys, rememorando
aquel día azul y luminoso en la cresta de la ciudad antigua, cuando ella posó
como una virgen blanca del Renacimiento y el la capturó para la eternidad como
un Leonardo. Y ahora su historia, la historia de los dos, ha quedado reflejada
en un delicioso documental de la 2
de Televisión Española, titulado ‘Detrás del instante’, dirigido
por Xavier Baig y Jordi Rovira,
en el que se rememora ese encuentro y dónde los protagonistas –Carlos y
Ángeles- vuelven al mismo barrio y al mismo quicio de la puerta donde la Niña
blanca (hoy con 74 años y residente en Londres) decidió ese día, rebelándose a
su madre, que no había por qué temerle a los disparos del Americano ( hoy con
90 años bien llevados en su terraza de El Palmeral, donde cada tarde a las 8 se
prepara un gintonic con dos tortas de Inés Rosales mirando
el Azul Siquier del
mar de enfrente).
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