Pedro Manuel de la Cruz
Director de La Voz de Almería
⏩ Hace unos días, en el homenaje póstumo
a Fausto Romero, recuperé
de la memoria algunas de las
opiniones del príncipe de Salina en “El Gatopardo”. A Fausto le
encantaba esta novela y siempre encontré en su cuidada imagen un acercamiento
estético y filosófico con el protagonista de la obra de Lampedusa. Quizá podría
encontrarse en su admiración por el desencanto elegante de Don Fabricio Corbera la inspiración
que le llevó a titular “Almería, memoria de una tierra dormida” uno de sus
primeros escritos. Porque también para el príncipe lampedusiano Sicilia era una
isla dormida.
Dormida. esa es la palabra clave. Sicilia y Almería,
tan lejos y tan cerca. Tan cercanas que muchas veces me he
preguntado si no es aplicable, todavía y en amplias capas de la sociedad
almeriense y en casi todos sus términos, la desasosegante mirada que Don
Fabricio tiene sobre la isla italiana cuando asegura que “los sicilianos no
querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su
vanidad es más fuerte que su miseria. Cada intromisión, si es de extranjeros por su origen, si es de
sicilianos por independencia de espíritu, trastorna su delirio de
perfección lograda, corre el peligro de turbar su complacida espera de la
nada”. O cuando se queja con indisimulada amargura de que “en Sicilia no importa
hacer mal o bien. El pecado que nosotros los sicilianos no perdonamos nunca es
simplemente el de hacer”. ¿Estamos
muy lejos los almerienses de estas dos definiciones? Hasta hace
apenas unos años, no mucho, y, tal vez ahora, tampoco.
Basta solo con recordar cómo, en medio de
la miseria de los sesenta y setenta, miles de coches proclamaban desde sus
vanidosas pegatinas que Almería era madre de la vida padre. O, ya con menos folklore pero más
decepción, como tantos almerienses reaccionaban y reaccionan con
preocupado desasosiego ante cualquier propuesta de cambio que modifique la
placidez de la siesta eterna en la que tan acomodados se sienten.
Es cierto que hemos cambiado mucho en los
últimos años, pero no lo es menos que todavía quedan amplísimas capas de la sociedad almeriense en las que la
indolencia les hace cómplices -y por tanto culpables- de esa complacida
espera de la nada. Contemplar el seguimiento cosechado por
cualquier reivindicación ciudadana es un ejercicio que solo conduce a la
decepción.
En Almería la pasividad es inocente, la protesta sospechosa y, volviendo al príncipe Salina, lo importante no es hacer bien o mal; el pecado que no se perdona nunca es, simplemente, el de hacer
Las obras del
AVE o las posiciones a favor o en contra de la remodelación de la Plaza Vieja; la
subida de las pensiones o la bajada de precios agrícolas (cuando hace frío en
la Europa del norte) son protestas que apenas concentran un puñado de
inasequibles al desaliento en la calle y a algunos francotiradores en estado de
alerta permanente en las redes sociales. En Almería la pasividad es inocente,
la protesta sospechosa y, volviendo al príncipe Salina, lo importante no es
hacer bien o mal; el pecado que no se perdona nunca es, simplemente, el de
hacer.
Por eso no es extraño que en ese coro
dominado por el silencio suene a estridencia cuando una voz rompe tanta quietud
y, como ha hecho esta semana Jerónimo
Parra, presidente de la Cámara de Comercio, hace público que ya no
aguanta más y que hay que dar un puñetazo en la mesa para que no nos sigan mintiendo
marcando plazos que no se cumplen, que exigimos ver las máquinas trabajando (en
los tajos del AVE, obligación del gobierno central, y en los proyectos de
saneamiento y depuración de aguas, responsabilidad de la Junta), y no quedarse
solo en las adjudicaciones.
Esta semana ha sido Jerónimo Parra; pero
antes lo hicieron Diego Martínez
Cano, Pepe Cano, Miguel Uribe, José Antonio Flores, Paco Cosentino o Jose
Antonio Picón y nunca tuvieron sus protestas el eco social que se
puede esperar de una provincia moderna. Solo les acompañó el silencio de una
sociedad dormida; tan dormida como era la Sicilia del príncipe de Salina o la
Almería del inolvidable Fausto.
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