Pedro
Perales Larios
⏩ Como el empedernido fumador que lleva dos
o tres meses sin fumar con el propósito de no volver a hacerlo y huele un
estanco antes de divisarlo, así me sucedía a mí con un olor característico que
guardo impreso en la memoria del olfato desde mi infancia. Un olor que no puedo
describir con exactitud, un olor inolvidable, un olor que vuelve a mi memoria
siempre que paso caminando por la "Calle de la Verónica" y que viene
acompañado por evocaciones que me trasladan a los años de mi infancia y adolescencia.
Es un olor que desapareció y que no se ha vuelto a sentir en ese mismo lugar.
Taller de talabartería (Pedro Perales Larios) |
Es el olor que emanaba de los dos talleres
de talabartería que funcionaron hasta la década de los sesenta del siglo pasado
en la citada calle, en la misma acera y a escasos 25 ó 30 metros uno del otro.
Al pasar junto a ellos podía sentirse el olor que desprendía el cuero, los
materiales, pegamentos y otros productos necesarios para la elaboración,
completamente artesanal, de los objetos que allí se confeccionaban, todos
relacionados con los aparejos usados por las caballerías, casi exclusivamente
burros y mulas, en las faenas agrícolas u otras normalmente derivadas de ellas.
Si echamos la vista atrás, entenderemos la importancia que debió tener desde el mundo antiguo el talabartero, artesano cuya misión era fabricar y reparar todo lo que tuviera que ver con los aperos para las caballerías
¿Quién que no haya conocido estos talleres
o no haya estado relacionado con las faenas agrícolas que precisaban la
concurrencia de burros o mulas conoce el significado y la función de objetos
como collera, collerón, albarda, ataharre, cabezal, mosquero, anteojeras,
cincha, madroño, mantellina, orejeras, ramaleras, retranca, sobrecincha...?
Probablemente casi nadie de las generaciones nacidas a partir de los citados
años sesenta sepa que todos pertenecen a los aparejos de las caballerías y que
eran fabricados por unos artesanos pertenecientes al gremio de la talabartería,
también conocida como guarnicionería, arte u oficio –aún existente en lugares y
países en los que las caballerías continúan jugando un papel importante– ya
desaparecido en nuestro entorno, como tantos otros oficios y profesiones que
han sucumbido al imparable empuje de una modernización en la que la fuerza de
tracción de sangre no puede competir con la mecánica. Pero por poco esfuerzo
que hagamos si echamos la vista atrás, entenderemos la importancia que debió
tener desde el mundo antiguo el talabartero, artesano cuya misión era fabricar
y reparar todo lo que tuviera que ver con los aperos para las caballerías,
tanto para su trabajo diario como para la monta en cualquier variedad.
Yo conocí a los dos últimos talabarteros
que ejercieron como tales en Cuevas, a los que graciosamente se les denominaba
–según me recuerda mi amigo Fermín, hijo de uno de ellos– como «sastres de
burros», a lo que yo le respondo también en tono jocoso y como hijo igualmente
de sastre, en mi caso de hombres, «o sea, que nuestros padres eran colegas en
aquellos tiempos en los que los burros se vestían a medida».
Estos dos artesanos –Felipe Huertas Jerez
y Atanasio Parra Díaz– vivían y tenían sus talleres en la "Calle de la
Verónica", con los patios colindantes, según cuenta Atanasio hijo, quien
afirma que su padre y Felipe «por aquello de la rivalidad profesional, no se
llevaban muy bien», como suele suceder entre profesionales del mismo oficio,
pero esto no sucedía con los hijos (ocho varones, cinco de Felipe, y tres de
Atanasio), de manera que él mismo y el penúltimo de los Huertas, ambos de la
misma edad y homónimos de sus respectivos padres, compartían juegos saltando la
tapia divisoria de los patios.
Mientras que Felipe Huertas Jerez, nacido
en Vera, donde había aprendido el oficio en el taller de su padre, compaginaba
el trabajo de talabartería con la compra de albardín para venderlo después a
las fábricas de Águilas, Atanasio Parra Díaz, natural de Cuevas, alternaba los
periodos de trabajo en el pueblo con temporadas en los cortijos, a los que
acudía a la llamada de los cortijeros para «arreglar a las bestias en todo lo
que fuera necesario». Estas temporadas a veces se prolongaban semanas e incluso
meses porque era habitual que tuviera que pasar de un cortijo a otro sin
solución de continuidad, «ya que nunca regresaba sin haber hecho todo lo que le
encargaban en función de las necesidades y el poder económico de los clientes».
Cuando el trabajo en la talabartería
comenzó a flojear, ambos lo complementaban con el de tapicería de coches,
especialmente camiones, y siempre por encargo para estos últimos de los
hermanos Alarcón Flores. Me comenta Fermín que su padre también hacía algunos
trabajos de marroquinería, sobre todo carteras para las motocicletas, y añade
que su padre, como talabartero, no «utilizó nunca ningún tipo de máquina, todo
era manual, a base de lezna y agujas..., y a coser se ha dicho, con hilo
bramante encerado con cera pura de abeja». Añade que «el talabartero utilizaba
todo lo que utilizan los sastres, y además herramientas especiales para cortar
el cuero. Si bien las del sastre son finas y delicadas, las del talabartero son
a lo bestia y rudas». Finalmente, en 1967, Felipe tuvo que emigrar con su
familia a Barcelona, donde se jubiló cuando le llegó la edad después de haber
trabajado varios años como tapicero de automóviles para Renault.
Por su parte Atanasio, amigo personal mío
como Fermín, cuenta que su hermano mayor (Diego) y él aprendieron el oficio con
su padre. Pero, como no daba para todos, Diego se hizo conductor de camiones, y
él mismo entró a trabajar en el taller de carpintería de Francisca Ruiz
Guevara, Paca "la Modista". No obstante nunca dejó de compaginar esta
última ocupación con la ayuda a su padre hasta que éste se jubiló. O sea, que
de Atanasio hijo podría decirse, hablando en puridad, que fue el último
artesano que realizó en Cuevas trabajos de talabartería.
Cuenta Atanasio hijo que cuando se
celebrara la feria en agosto y aún se mantenía la de compra-venta de ganado,
para estar lo más cerca posible de las bestias, instalaban el taller en una
cochera junto a la casa de Agapito, en la actual avenida de Barcelona, entonces
con el nombre de "Camino Nuevo". El objetivo era dar respuesta rápida
a las demandas más perentorias de los feriantes. Terminada la feria volvían a
su taller de la "Calle de La Verónica" y comenzaban a confeccionar
las piezas y objetos que sabían eran las más demandadas. De esta forma, al
celebrarse al año siguiente el mismo acontecimiento, «nosotros ya estábamos
perfectamente abastecidos para dar respuesta a las peticiones de los marchantes».
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