Pedro Manuel de la Cruz
Director de La Voz de Almería
⏩ A veces la extravagancia no tiene límites
y cuando crees alcanzada una meta imposible de superar, siempre hay alguien
dispuesto a ir más allá, aunque sea acercándose con riesgo al abismo del desvarío. El área de cultura del Ayuntamiento de la
capital ha presentado esta semana un programa de casi setenta actividades
culturales entre las que contempla la celebración de catorce recitales en el
espacio recuperado de La Hoya. La iniciativa es un intento de regreso a la
normalidad en un verano en el que nada va a ser igual y los recitales
programados a la sombra del granado árabe de la muralla de Jairán, serán,
todos, acústicos, una característica que excluye la presencia sobre el
escenario de bandas y, por tanto, la disminución en el volumen de vatios.
Lo sorprendente es que apenas habían
pasado pocas horas de hacer pública la actividad programada, cuando algunos guardianes de la sensibilidad dieron
la voz de alarma ante la posibilidad de que la actividad pudiera provocar
estrés en las especies protegidas que habitan el parque de La Hoya. Si cuando
se proyectó El Toyo fueron los Artos, otra especie vegetal protegida, los que
se interpusieron y, años más tarde, el protagonismo fue ocupado por las
tortugas que han retenido durante años el trazado y las obras del AVE entre
Pulpí y Vera, ahora son las gacelas las que podrían interponerse entre los
almerienses y sus deseos de escuchar el sonido mágico del violín de Ara
Malikian o el timbre irrepetible de Miguel Poveda.
De aquella ciudad de flores y azoteas en
la que la brevedad conmovedora del jazmín y la luminosidad soleada de la
terraza eran un espacio donde reencontrarse con la vida, a la ciudad de prisas
y ascensores de hoy hay un bulevar de sueños rotos por el que hemos transitado
obligados por la demografía, el crecimiento, la inconsciencia, la especulación
y, en demasiadas ocasiones, la
estupidez.
La nostalgia es una esquina en la que a
veces es aconsejable detenerse para que el paso apresurado de la vida y sus
entornos no acabe borrando de la memoria aquel pretérito imperfecto pero lleno
por la calidez del recuerdo del que venimos. La calle melancolía (otra vez, y
siempre, Sabina) puede estar construida sobre el lirismo bello de una canción
que emociona, pero no puede ser el único camino por el que transitar, salvo que
la pretensión sea hacer el viaje a ninguna parte.
Proteger el medio ambiente en toda su dimensión es una exigencia irrenunciable, un imperativo del que nadie, ni administración ni administrados, pueden hacer dejación en su cumplimiento
Proteger el medio ambiente en toda su
dimensión es una exigencia
irrenunciable, un imperativo del que nadie, ni administración ni
administrados, pueden hacer dejación en su cumplimiento. Y es la
ciudadanía quien, cuando aquellos que están obligados por la ley a cumplir y
hacer cumplir las norma haga dejación de esa responsabilidad, la que debe
exigir con rigor y contundencia su cumplimiento.
Pero de esa exigencia irrenunciable si
aspiramos a un futuro
medioambientalmente sostenible (o mejor, si aspiramos a un futuro;
el mañana será sostenible o será el caos, como demuestran las prospecciones
científicas), a la desmesura extravagante de algunos centinelas de guardia
permanente en las almenas del “No” a todo lo que se proponga, hay un territorio
intermedio, ese espacio que va de lo irracional a lo razonable y que no
encuentra mejor definición que la expresada en solo dos palabras. Sentido común.
El Casco Histórico tiene ya abrumadores
endemismos y suficientes problemas para añadirle otro más como el de dificultar
la recuperación de un espacio para la ciudad y la ciudadanía en el paisaje
único de La Hoya. Cúmplanse todas las medidas de garantías acústicas y
medioambientales, pero no dejemos pasar la oportunidad de recuperar un paisaje
estético, emocional y cultural único.
Y, por si esta ni fuera razón suficiente
para no poner más piedras de las que ya tiene el camino, habría que recordar a
los guardianes de las siete llaves del templo proteccionista que, durante los
más de veinte años en los que se celebró la Feria en la Avenida del
Mediterráneo, nunca se acordaron del ruido, este si estridente y desde las ocho
de la tarde a las ocho de la mañana, con el que miles y miles de vecinos se
veían obligados a convivir durante diez días cada agosto.
Las comparaciones son odiosas, pero entre
aquellas doce horas de ruido que salía de la música en las casetas, las
proclamas gastronómicas de las hamburguesas Uranga o las llamadas permanentes
para llevarse a casa a la muñeca Chochona que soportaban estoicamente esos
miles de ciudadanos, y las dos horas escuchando los boleros de Café Quijano, la
música de Amaral y la voz desgarrada y sublime de El Brujo en sus monólogos que
podrán escuchar desde la lejanía las gacelas, hay un océano. Un océano de belleza. No vayamos
a estropearlo.
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