Pedro Manuel de la Cruz
Director de La Voz de Almería
⏩ Después de mil años de soledad en los que
Almería solo aparecía en la esquina de las páginas de los periódicos cuando el
color de la tragedia teñía su olvidada geografía (desde la boda que acabó en
sangre y que inspiró a García Lorca, a la amenaza nuclear que cayó en las aguas
del mar de Palomares o a la maldición cíclica de treinta años de sequía a la
que despertaban tres días de riadas devastadoras antes de que el cielo se
cerrara otros treinta años), en el inicio de los 80 la provincia comenzó a
percibirse, desde las redacciones madrileñas primero y desde otras capitales
europeas después, como un oscuro
objeto de atracción mediática. El mayor desierto de Europa, la
tierra que solo producía inmigración, inspiración para algunos libros
memorables y contemplación de paisajes desoladores, comenzaba a despertar de su
letargo milenario y, a la par, comenzaba también a despertar interés en
quienes, hasta entonces, nunca la habían mirado.
De aquella primavera democrática recuerdo
la tarde en la que Tomás Azorín, entonces gobernador civil de Almería, me llamó
a su despacho del palacete de la calle Arapiles. Yo era un joven periodista
casi recién llegado a la corresponsalía de El País y Azorín me
recibió parapetado por una cordillera de papeles, un cenicero lleno de colillas
y dos cartones de Ducados en tiempo de espera. Aquellos centenares de folios
contenían extensos informes de la empresa nacional Adaro en los que se
apremiaba al representante del Gobierno central a adoptar medidas para impedir
la construcción de nuevos invernaderos ante la amenaza que su expansión suponía
para las reservas de agua subterránea de las que se abastecían los primeros
cultivos bajo plástico de entonces.
De aquellas 9.850 hectáreas de invernadero que había en 1982 hemos pasado a las 31.034 registradas en 2018
Azorín, siempre directo, me confesó que no
sabía cómo hacer cumplir tan apocalíptica recomendación y me sugirió (los
gobernadores demócratas sugerían, los franquistas ordenaban y mandaban; sé bien
lo que digo) que publicara un reportaje en el periódico sobre esa realidad
dramática a la que había que poner coto. Azorín, que lo leía todo, no dejó ni una
coma de aquellos informes en el olvido, pero a mí, después de hablar con
algunos de los mejores conocedores del sector, se me olvidó intencionadamente
escribir una sola palabra sobre el requerimiento madrileño. Al todopoderoso
gobernador también se le olvidó (siempre pensé que intencionadamente) la
‘orden’ madrileña, y de aquellas 9.850 hectáreas de invernadero que había en
1982 hemos pasado a las 31.034 registradas en 2018. Desde que tengo uso de
razón periodística entre mis muchos defectos he intentado no frecuentar el de
poner piedras en el camino al desarrollo, sobre todo si las piedras las aportan
desde despachos alejados de los intereses provinciales.
Contemplar cualquier realidad desde la
lejanía facilita ver los hechos en toda su compleja amplitud, una posición que
no siempre (o mejor: casi nunca) ha sido frecuentada por los que han llegado
hasta nuestra provincia llevando ya el titular escrito antes de bajarse del
avión.
El crecimiento de la superficie invernada,
la irrupción inesperada y masiva del fenómeno migratorio, la utilización de
incentivos químicos en la producción, los sucesos racistas del 2000, la
aparición de asentamientos humanos sin orden ni concierto ni servicios, el
crecimiento de oficinas bancarias aquí y allá o el levantamiento de
construcciones incompatibles con la preservación del medio ambiente, por citar
los casos más conocidos, han atraído a decenas, tal vez centenares de
periodistas amantes de emociones fuertes y escribidores de crónicas apresuradas
en las que sólo acababa reflejada
una parte de la realidad, pero no la realidad en su conjunto.
Es verdad que en el crecimiento
espectacular de Almeria ha habido y hay zonas de penumbra, territorios de
sombra (¿en qué geografía del mundo no las hay?) a los que es preciso iluminar
desde los medios, no solo para censurarlos con decidida dureza, sino para
evitar su permanencia injusta e injustificada en el tiempo y, a la vez,
incompatible con una sociedad que aspira al bienestar compartido.
Pero, a la par, no es menos cierto que
esas sombras no pueden oscurecer realidades incontrovertidas como el haber
convertido el mayor desierto de Europa en el mayor bosque bajo plástico (pero
bosque al cabo), del mundo; o el de haber integrado a casi cien mil inmigrantes
dotándoles -era y es de justicia y de decencia hacerlo-, de los mismos derechos
educativos y sanitarios que los que disfrutan los nacidos aquí; o el pasar de
ser un territorio condenado a la
escasez de agua a ser la
geografía más eficiente en su uso; o el de ser un escenario en cultivo
ecológico y un escaparate en la lucha contra las plagas adelantándonos a las
imprescindibles exigencias de sostenibilidad que impone el futuro. Almería ha
hecho y hace eso y mucho más y, sin embargo, casi nadie (¿nadie quizá mejor?)
se detiene en esas otras caras para describir la realidad en toda su
complejidad, en toda su riqueza.
Pero quizá lo peor de todo sea que los
almerienses no solo no hacen nada o solo muy poco para romper esa imagen de
reserva india culpable de todos los pecados según el evangelio de quien llega
de fuera, sino que, además, hay muchos de entre los almerienses que alientan
desde dentro esos incendios premeditados por una visión sesgada o por intereses
inconfesables alimentados por grupos de presión. Demasiadas veces se cumple
aquella previsión que sostiene que, en una conversación entre tres
personas, si una habla bien de
Sevilla, es sevillano; si otra habla mal de Sevilla, es malagueño; y si la
tercera habla mal de Almería, es almeriense. En fin, ya saben. Hay
mucho tonto con balcones a la calle.
Tenemos cosas que corregir, sí. Pero son
muchas más en las que hemos dado y estamos dando ejemplos de modernidad y
vocación de futuro. Las realidades
son poliédricas, mirémoslas en toda su amplitud. Y, sobre todo, no
demos tres cuartos a visitantes de fin de semana o a pregoneros que solo buscan
poner el acento en el lado oscuro ignorando lo que tanto y tan luminoso han
conseguido las mujeres y hombres de esta provincia con su sangre, son su sudor
y con sus lágrimas.
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