Moisés S. Palmero Aranda
Educador ambiental y escritor
⏩ Dentro de unos meses se cumplirán cuarenta años desde que García
Márquez escribiese una de las grandes historias de la literatura universal, Crónica de una muerte anunciada. Es una novela que desde su título
avisa de un asesinato que termina produciéndose sin que nadie hiciese nada por
evitarlo. Un triste desenlace que todos los personajes, que son muchos, pudieron
haber impedido pero, no solo no lo hicieron, sino que fueron aceptando cada uno
desde sus circunstancias personales. Es la fatalidad del destino a la que nos
enfrentamos cada día de nuestras vidas y que justificamos desde la creencia de
que nada podemos hacer, que el tema no va con nosotros, que son otros los que
deben hacer su trabajo. Aceptamos los males que nos vienen encima con
resignación, con indolencia, con la
incapacidad de no saber qué hacer, con la creencia de que a nosotros no nos
afectará.
Utilizo esta idea para hablar de dos situaciones de actualidad que
en un principio pueden parecer muy diferentes entre sí pero que tienen muchas cosas en común. Hablo de los
rebrotes en los contagios del Covid-19 y de los incendios forestales. Para
demostrar que no desvarío prueben a sustituirlos por la palabra muerte y verán
que el titulo de la crónica de Gabo sigue mostrándonos una poderosa historia.
No creo que a nadie les hayan sorprendido los rebrotes y los
incendios de las últimas semanas. Sabíamos que iban a ocurrir y, sin embargo,
no hemos hecho nada para evitarlos. Podemos buscar cualquier excusa que
queramos, y seguro que todas serán validas, pero no podemos olvidar, si tenemos
en cuenta que las mascarillas no nos la puede poner nadie y que el 95 % de los
incendios forestales son por causa antrópica, que la responsabilidad de cada
uno de nosotros es fundamental para combatir ambos temas.
Tenemos la creencia de que somos conscientes de las consecuencias
ante las que nos enfrentamos, y las asumimos con valentía y chulería en algunos
casos, con pasotismo, con resignación en otros, pero cuando la evidencia se
hace real, cuando ves el humo cerca de tu casa, en tus sierras, cuando temes
salir a tomar un café porque hay un caso diagnosticado, el miedo, la alarma,
incluso el pánico, se apoderan de nuestro raciocinio, y nuestro egoísmo personal,
la mala educación, la falta de humanidad y el instinto natural de supervivencia
empiezan a florecer.
Hemos visto como un solo contagiado en una población es capaz de
cerrar los comercios, de acabar con todos los esfuerzos de las administraciones
para reactivar la economía y de echar por tierra los lentos avances para que
recuperemos la confianza que hemos ido perdiendo. Un daño irreparable, que
queda como una herida profunda que tarde o temprano terminará sangrando y que
nos puede llevar a un fatal desenlace.
Igual pasa en nuestros montes cuando se desata un incendio por
pequeño que sea. Este verano hemos perdido casi trescientas hectáreas de monte mediterráneo
en los dos grandes incendios, y los diferentes conatos, que se han producido en
la provincia de Almería. Pueden parecer poca cosa si lo comparamos con los de
Australia, los de Siberia o del Amazonas del año pasado, pero en cada uno de
ellos hemos perdido la defensa de nuestro suelo, la vegetación que evita la
erosión de nuestra provincia y la desertificación que como una espada de
Damocles pende sobre nuestra provincia.
Luego podemos consolarnos comparándonos con otros lugares, y
presumir de nuestros profesionales que se han jugado la vida en los hospitales
y en los barrancos para evitar males mayores. Los aplaudimos, los vitoreamos y
les damos palmaditas en la espalda, pero luego nos olvidamos de ellos, los
volvemos a abandonar hasta una nueva tragedia, cuando ya no hay nada que hacer
salvo rezar para que no vuelva a soplar el viento, para que la humedad y la
temperatura no se alineen contra nosotros y para que las perdidas sean las
menos posibles.
A muchos no les gustó que se comparase la crisis sanitaria con un
estado de guerra, y quizás tampoco les guste que lo compare con un incendio,
pero creo que es una manera muy grafica de recordarles a todos que el fuego no
se ha extinguido, ni siquiera está controlado. A lo mucho, hemos conseguido
estabilizarlo, pero las ascuas siguen incandescentes y el bosque corre el
peligro de desaparecer ante nuestros ojos y sumirnos en cien años de oscuridad, de
soledad.
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