Moisés S. Palmero Aranda
Educador ambiental y escritor
Cada uno vive septiembre desde el prisma de su propio interés.
Aplicando la Ley Campoamor para unos es un mes de transición, para otros el
comienzo del año natural y para otros las vacaciones de un largo curso. Un cambio de
estación, una oportunidad para nuevos proyectos, el momento de recoger las
cosechas, la miel de las colmenas, de alargar el verano y preparar el invierno.
Este año, el noveno mes del calendario gregoriano se presenta
clave y muchos de nuestros políticos están cruzando los dedos con más fuerza
que nunca, porque a la incertidumbre de si secará
las fuentes o se llevará los puentes, como recoge el rico refranero
español, le sumamos la vuelta al cole en época de pandemia. Vamos, que con
mucha suerte no tendremos que lamentar ninguna DANA como vivimos el año pasado,
nuestros estudiantes no se convertirán en los vectores de la segunda ola y sus
padres podrán levantar la economía que tanta falta nos hace. ¿Tanta suerte
vamos a tener? Puede ser, pero yo por si las moscas, y sin que nadie se me
ofenda, aprovecharía que San Nicolás, el Cristo de la Luz y San Miguel van a
tener un septiembre tranquilo para pedirle alguna intervención por su parte.
El factor fortuna siempre existe, nunca se pueden tener bajo
control todas las variables y puede ocurrir algo que no habíamos ni siquiera
imaginado, como la aparición de un virus que modifique la realidad en la que
vivimos, pero cuando los deberes no se han hecho hay más probabilidades de que
la catástrofe ocurra. La suerte, como se dice, hay que trabajarla.
Para prevenir los daños de la gota fría no vale liberar un dinero
para ayudar a los ciudadanos afectados, o echarse un puñado de fotos limpiando
las ramblas. Eso era necesario y digno de alabar por la rapidez en la que se
efectuó, medidas de supervivencia, parches para que la herida no se infectase,
pero que no llegaron a curarla. ¿Se ha trabajado en la gestión de nuestros
residuos; se ha controlado que las ramblas que se limpiaron no se hayan vuelto
a llenar de plástico, de botellas de fitosanitarios o lavadoras; se han hecho
trabajos de regeneración de los ecosistemas que nos ayuden a contralar las
avenidas; se han paralizado las construcciones de invernaderos en sus márgenes?
La respuesta de algunos será un no rotundo, la de otros es un por supuesto que sí, pero treinta y siete
años es demasiado lastre y Roma no se construyó en un día. Ante esta
realidad solo la suerte para que la lluvia pase de largo, para que descargue en
las ramblas más limpias o lo haga poco a poco regando los campos, es la que nos
puede salvar.
Con la vuelta al cole ocurre lo mismo. Es cierto que partimos de
una situación anómala, que cada país la está afrontando con criterios
diferentes porque no hay una sola receta que garantice el éxito, que las curvas
de contagios ya están disparadas y en ascenso antes de abrir los colegios, pero
empezar con la sensación de que lo más evidente no se ha llevado a cabo, de que
nuestros docentes, padres y alumnos, se sienten abandonados y, lo más doloroso,
no escuchados es triste. Pedirles, como hizo el Señor Imbroda, Consejero de
Educación, que comiencen con ilusión el curso cuando solo se les ha dado desde
el Ministerio y las Comunidades Autónomas unas pautas interpretables, unas
medidas imposibles de aplicar por la falta de recursos y por ser generales y no
especificas para cada centro, es hasta ofensivo. Responsabilizar a los maestros
de la no detección de un posible contagio que evite un brote, o que los padres
garanticen que sus hijos van sin fiebre, es de locos. Sobre el papel, desde los
despachos, todo es muy fácil, pero a la puerta del centro educativo, en la
habitación recién levantados los niños y con el tiempo justo para llegar al trabajo,
todo se complica. Solo encomendarnos a la suerte nos consuela, porque los
aplausos desde los balcones ya no van a servir de nada.
Lo más vergonzoso de todo es que sabiendo que nos jugamos tanto,
nuestros dirigentes estén preocupados en saber dónde anda el rey emérito, o en
vetarse mutuamente para no aprobar los presupuestos, o en la estética del
vicepresidente, o en si el Presidente le tiene más ojeriza a unas comunidades
que a otras. Por eso el poema de Ramón de Campoamor se convirtió en una ley no escrita,
quizás la única que nadie puede interpretar: Y es que en el mundo traidor
nada hay verdad ni mentira: todo es según el color del cristal con que se mira.
Y cristales tenemos cada uno el nuestro.
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