Cuando pasen veinte años y alguien busque
en las hemerotecas digitales cómo fue el año 2020 en Almería, además de
encontrarse con el río interminable, inquietante y agobiante de la pandemia que
estremece al mundo, podrá comprobar con asombro cómo el segundo tema que más
caudal informativo generó en los medios y en las redes sociales tuvo sus raíces
en el traslado o mantenimiento de un puñado de ficus.
Que nadie desenfunde: el argumento de esta carta no pretende entrar en la defensa de ninguna de las posiciones encontradas; eso supondría echar más leña al fuego de una polémica, otra más, de casino provinciano y a las que tan aficionados son una parte de los ciudadanos capitalinos, más cercanos siempre a ver las hojas que a entrar en el bosque.
Resulta increíble que proyectos tan importantes como la integración del puerto en la ciudad, la llegada de la Alta Velocidad, el soterramiento de la estación, el rescate de la decadencia a que se ven abocados algunos barrios o la cada vez más peligrosa tela de araña mafiosa que están tejiendo los cultivadores y narcos de la marihuana, provoquen menos movilización ciudadana que el futuro (siempre a preservar, con traslado o sin el) de ese puñado de árboles.
Ante esta realidad la pregunta brota irremediablemente: ¿Por qué actuamos así los almerienses? Como en toda pregunta abierta las respuestas son amplias y, como en todo en la vida, no hay una sólo Razón que la explique, sino muchas razones que son útiles para encontrar la respuesta al interrogante.
Pero no creo andar escaso de tino si defiendo que una de esas razones se parapeta en el conservadurismo con el que siempre se ha comportado un sector social ante la propuesta de cualquier cambio. Es un “tradicionalismo” transversal en lo político, intercambiable en lo económico y sin fronteras en lo demográfico. Cualquier cambio se percibe como una amenaza. Da igual que se vote a la derecha o a la izquierda, el nivel que se ocupe en la escala de renta o el barrio en el que se viva. Hay una resistencia al cambio, a cualquier cambio, amparándose en el paraguas emocional del “cualquier tiempo pasado fue mejor” y en el concepto místico del “necesito poco, y, lo poco que necesito, lo necesito poco”.
Es verdad que esta situación está cambiando. Que aquella ciudad que un día definió Fausto Romero en los 70 como “la Puerta de Purchena rodeada de suburbios” ya habita en el olvido, ha pasado a formar parte de lo que fue y ya, afortunadamente, no lo es (aunque algunos románticos la añoren con lánguida melancolía). Los proactivos, con sus errores, están ganando la batalla a los reactivos y a su nostalgia. Ese ese el camino. Somos hijos del pasado y hay que preservarlo con mimo, pero, sobre todo, hay que ser padres del futuro porque, como sostiene Woody Allen, es donde vamos a pasar el resto de nuestras vidas. El ayer no puede hipotecar el mañana.
Por eso haríamos bien todos en no caer en errores pasados y convertir la peatonalización del Paseo, como está sucediendo con la Plaza Vieja y ha sucedido con tantos proyectos, en un bucle interminable en el que el ruido de las discrepancias emocionales acabe por llevar el proyecto a ningún sitio.
Y, sobre todo, que el traslado o el
mantenimiento de algún ficus no acabe movilizando más atención y esfuerzos que
la aspiración de convertir el Paseo en la arteria llena de vida que todos
deseamos y no en un paisaje en decadencia del que, más temprano que tarde,
lamentarnos.
Dejemos ya de una vez de tocar la lira y vayamos a lo importante. Hay espacios y arterias de la ciudad que se están quedando sin sangre. Y los ficus no son ni el problema irremediable ni la solución definitiva. Lo importante, lo nuclear, es qué hacer para recuperar el centro histórico y el Paseo y sus entornos, no dónde mueve el viento la hoja de un árbol.
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