Si hasta el invierno adelantado del siglo XX los almerienses con posibilidades
tenían en Granada y Murcia las capitales donde comprar y vender, estudiar
una carrera universitaria, curarse una enfermedad complicada o informarse de lo
que sucedía en España y en el mundo, y los almerienses pobres solo veían en
Barcelona o más allá de los Pirineos la tierra prometida que podía quitarles el
hambre que aquí padecían, ¿quienes pensaban en aquellos tiempos de grisura en
Almería?
Como sostiene nuestro premio Príncipe de Asturias, Ginés Morata, la vida es una acumulación de azares. Y fue el azar el que provocó que mi llegada a Almería en el verano del 79 fuese motivada por la inquietud permanente de Enrique Martínez Leyva con su aventura equinoccial en la revista Almería Semanal y por la inexistencia en la provincia de un corresponsal de El País, entonces y ahora el principal periódico español.
Llegaba yo a aquella Almería con poco conocimiento, pero mucha vocación por aprender. Y lo primero que aprendí es que iba a desarrollar mi trabajo en una provincia mediáticamente colonizada. Hasta entonces, para El País, las noticias que tenían en Almería su origen dependían de las corresponsalías del periódico en Granada y, a veces, desde Málaga. Esa fue mi entrada en el atractivo laberinto de interrogantes sobre las diferentes y demasiadas veces asfixiantes dependencias de una provincia en la que sus habitantes tenían un sentimiento de pertenencia burocrática, pero no de identidad emocional. No podían tenerla. El viento de los días pasados todo (o casi todo) lo borra, pero conviene no olvidar, como con excelente memoria recuerda el periodista Antonio Torres en alguno de sus libros sobre la historia de la comunicación, que, hasta pasar los umbrales de la década de los ochenta, los almerienses escuchaban la radio pública -las privadas solo se sintonizaban en la capital y poco más- por las ondas que llegaban del centro emisor del sureste en Murcia, veían la televisión que difundía el repetidor alicantino de Aitana y, cuando la dependencia televisiva cambió de sede y viajó hasta Sevilla, Telesur programaba las noticias de la provincia con hasta 48 horas de retraso.
En aquel tiempo Almería era un territorio colonizado por el academicismo granadino y el mercantilismo murciano, un territorio sin personalidad propia configurado por comarcas tan distantes y tan distintas que, quienes las habitaban, se sentían más murcianos o granadinos que almerienses. Almería era poco más que la capital y limitaba al norte con Las Lomas, al sur con el mar, al este con La Cañada y al oeste con El Cañarete. Más allá de tan estrechos límites solo existía una geografía desértica separada por carreteras tercermundistas y una concepción aldeana en la que la vida y los años transcurrían lentamente recorriendo los escasos metros, casi siempre de tierra y olvido, que separaban las esquinas de las calles del campanario de las iglesias. Los almerienses que vivieron aquellos años de colonización y periferia, de explotación comercial y soledad social, saben cuánto y de qué manera dependíamos de nuestros vecinos.
Afortunadamente esa dependencia saltó por los aires cuando un puñado de personas cayeron en la cuenta de que la historia se puede cambiar, que la utopía de hoy es la realidad de mañana. Los almerienses rompieron las cadenas, comenzaron a andar por sus propios pies y la dependencia acabó en el pudridero de la historia. Si en 1975 Murcia ocupaba el puesto 22 en el ranking del PIB per cápita y Almería en el 40, en 2017 las posiciones habían cambiado y Almería se situaba en el puesto 29 y Murcia en el 30.
Pero este cambio de posición tan radical
no se ha producido con la colaboración activa de nuestros vecinos. La conexión
por la A-92 de la capital almeriense se inauguró once años después de que esa
autovía llegara a Guadix: el tramo de la autovía del Mediterráneo entre el Poniente y Puerto Lumbreras se abrió al tráfico casi dos años antes que el
tramo entre ese municipio y la capital murciana, y las aguas que llegan al Levante almeriense del trasvase del Tajo son una mínima parte, solo 15
hectómetros, en comparación con los casi 300 que llegan a la huerta murciana.
Para qué seguir.
Almería era una colonia, un territorio marginal. Nunca contamos con ayuda de nadie; tampoco con su obstrucción (¿o sí? Piense el lector lo que quiera). Hoy todo es distinto. Como señalaba con acierto el presidente de la Diputación en una conversación que mantuvimos hace apenas unos días, a los almerienses nadie nos ha regalado nada. Todo lo hemos conseguido por nosotros mismos. Y así seguirá siendo.
Granada y Murcia están muy cerca. Pero en cuestiones como las comunicaciones o el agua, tan vitales para nuestro desarrollo, demasiadas veces han estado muy lejos. Es el castigo que padece quien durante decenios ha sido mirada como una colonia. Hasta que en el atardecer del siglo XX los almerienses dijeron Basta. Y ahí están los resultados.
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