Si uno se coloca delante de la estación del tren, pegado al costado del Preventorio, volverá a toparse con una realidad que nos ha acompañado como si formara parte de nuestro carácter colectivo: el desarraigo por nuestro patrimonio. Daña la vista mirar al viejo edificio de la estación, que intenta resurgir de sus cenizas con una profunda rehabilitación, custodiado a sus espaldas por dos gigantes de hormigón que de la noche a la mañana se han convertido en los rascacielos de Almería. No sé si habrá pisos más altos, pero lo que sí es seguro es que pocos van a causar el impacto visual que esta nueva urbanización está provocando sobre uno de los tesoros de nuestro pasado. La estación, por abandonada que haya estado, por insignificante que parezca desde que dejó de recibir a los viajeros, es el símbolo más importante de nuestro progreso, la última huella de aquel sueño cumplido cuando a finales del siglo diecinueve todas las aspiraciones de la ciudad y su provincia pasaban por el ferrocarril que nos tenía que sacar del aislamiento.
Viendo el desaguisado, uno llega a la conclusión de que hemos progresado muy poco o casi nada en temas de concienciación urbanística, que detrás de las buenas palabras y de las grandes intenciones políticas, sigue prevaleciendo el negocio al precio que sea. Solo de esta forma se puede explicar que la ciudad haya mirado para otro lado y haya permitido este tipo de construcciones en un escenario que tenía que ser sagrado.
Si usted se sube a los miradores históricos de la ciudad, como la Alcazaba y el Cerro de San Cristóbal, volverá a chocar con el impacto visual de estos rascacielos que sobresalen del resto de edificios como un gigante en Lilliput. El derribo del almacén del mineral, conocido popularmente como el Toblerone, nos abrió una ventana a la esperanza, pensando que de verdad esos terrenos entre la estación y el mar iban a ser aprovechados para el bien de la ciudad y que todos íbamos a salir ganando.
Pero la realidad nos vuelve a abrir los ojos ante una pesadilla que no tiene nada que desmerecer a las agresiones urbanísticas que sufrió Almería a finales de los años sesenta y en la década siguiente. Seguimos viviendo en el todo vale y seguimos confundiendo el negocio con el valor. Estamos tan acostumbrados a la contaminación visual de nuestro patrimonio histórico que cuando surge un nuevo elemento perturbador ya ni nos damos cuenta. Basta darse una vuelta por el casco histórico para encontrarse con cientos de ejemplos de contaminación paisajística, desde grandes edificios a cableados.
En la calle Velázquez, pegado a los muros de la Catedral, sigue en pie el edificio de la librería Pastoral, que el Obispado de Almería levantó en los años sesenta para competir en altura con la torre de la campana. Qué decir de los edificios que se construyeron a la espadas del Palacio del Obispo o de los que rodearon la fachada de la iglesia de San Sebastián.
Un capítulo aparte merece el Paseo, que dejó de ser la avenida más hermosa de la ciudad para transformarse en un galimatías despersonalizado en el nombre del santo negocio. Parecía que todos estos errores podían servir para algo, pero sesenta años después de que empezáramos a destruir el alma de Almería, seguimos cometiendo errores parecidos. El tiempo juzgará a sus responsables.
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