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Carta a papi

Garf
Siodos

Hace un par de años me encontré con un amigo. Uno de los de verdad. Uno de esos que no importa cuánto tiempo pase sin que haya una palabra de por medio o cuan lejos nos encontremos y, sin embargo, la amistad no decae en absoluto y se mantiene fiel a sí misma. Una de esas amistades que te acompañan toda tu vida, como tu respiración  o tu sombra o tú mismo. Divorciado y con una hija de siete añitos me estuvo contando sus aventuras y desventuras. Las líneas rectas y curvas de su vida. Las bajadas y subidas. Los éxitos y los fracasos. Sentados en la terraza de una cafetería frente al mar, en un día soleado de primavera, aprovechábamos los silencios en la conversación para dejar perder la mirada en el suave vuelo de las gaviotas que parecían jugar con la ligera brisa.

De aquel inolvidable encuentro lo que me quedó grabado a fuego fue una carta que me mostró de su hija. Una carta de amor que guardaba celosamente en un libro. Una carta que hace temblar y estremecer el alma y el corazón con un sentimiento entrañable. Una carta que arranca de forma espontánea una sonrisa. El amor sincero de una hija a su padre. Un amor que no se puede comprar con nada. Un amor que perdona y olvida tus días grises. Un pequeño gran abrazo que no te abandona nunca y que te hace comprender que cualquier sacrificio siempre resultó ser demasiado pequeño. Un amor que te transmuta, cual piedra filosofal, en una persona de verdadero valor aunque no hayas sido nunca una persona de éxito para el mundo. Un amor que te hace mejor persona y que te hace fuerte...  muy, muy fuerte en aquellas cosas en las que uno solía ser débil. Un amor que saca la mejor versión de ti y te purifica, como si una misteriosa bendición divina cayese, a la velocidad del rayo, en el centro de tu Ser. Ser padre, “papi”. No hay nada mejor. 

Hace un par de años que no tengo noticias de mi amigo pero sé que es feliz. Un gran tipo. Lo sé porque lo conozco bien. De toda la vida.

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