En la vieja fábrica de calcetines de Diego Campos en Fondón todo
funcionaba como una orquesta: a las ocho de cada día se prendía la maquinaria,
una oficiala empezaba a desovillar una madeja de hilo, al tiempo que otra
preparaba la parva con agua y aceite, una más engrasaba el batán donde se
tupían las prendas y la cuarta se afanaba en cauterizar desmanes con la
zurcidora. El solista, que todo lo observaba desde la tarima, hacía un hato con la manufactura del día,
emparejaba la mula y salía por los cortijos a vender el género.
Diego Campos (Foto Mateos) |
Diego el fondonero pasó así algunos años de su vida para poner grandes a sus cuatro hijos, en esos primerizos tiempos de postguerra. Cambiaba calcetines de su taller por huevos de corral y medias por habas o alcachofas, más alguna perra que de vez en cuando juntaba pregonando prendas como un buhonero.
Con ese elemental telar, Diego quitó mucho frío invernal en los pies de los pastores alpujarreños, a las mujeres que salían a hacer la compra al mercado en los meses gélidos, a los bebés que dormían plácidos en su cunita.
Cuando no había confección, ni carreteras, la Alpujarra almeriense tenía que vivir de lo que daba la tierra. Y una de esas cosas entrañables que ha quedado en la memoria de la gente eran aquellos calcetines primitivos que con devoción franciscana elaboraban en el taller de la calle Almería aquellas mujeres para que Diego pudiera venderlas por Benecid, por los llanos de Fuente Victoria, por Laujar o por la verde Alcolea.
Hasta que Diego se cansó de tanto trotar por los caminos de la sierra, de tanto viento azotando su cara y decidió cambiar de oficio: desmontó el telar, se deshizo de los remates de hilo y lana y convirtió el viejo taller en una tahona con obrador y horno moruno. El antiguo vendedor de calcetines abrió en 1953 la primera panadería de Fondón para seguir vendiendo cosas entrañables: una hogaza caliente, un pan de aceite o unos roscos por Navidad.
Hasta entonces, los vecinos con buena mano, como herederos de la tradición de los moriscos, amasaban el pan y los dulces en sus propias casas y los transportaban en una tabla hasta los hornos existentes en el pueblo -el de Isabelica y José Paquete- para su cocción. Eran hornos que se calentaban con aulagas y piornos recogidos en el monte para conseguir la temperatura adecuada. Después se retiraban las brasas y cenizas y se introducía la masa hasta que se cocía e iban los vecinos a recoger esos gloriosos panes de leña y el hornero cobraba en especie o maquila.
Se amasaba por tanto el pan para varios días en el pueblo, aunque de vez en cuando llegaba algún forastero ambulante vendiendo panes redondos. Así ocurría hasta que Diego montó la tahona- en ese pueblo de almendros y viñas donde ahora todo el mundo sueña con tener una segunda casa- ayudado por su mujer María Navarro, de Canjáyar, y por sus cuatro hijos: Diego, Manuel, Alberto y María. Y empezó a vender en la propia tienda y por las casas en un motocarro.
No pudo, Diego, disfrutar mucho de su nueva industria porque falleció muy poco tiempo después y fue su viuda la que mantuvo el negocio empezando a hacer también bollos de aceite y de azúcar, tortas y dulces para las bodas, que en aquellas fechas se celebraban en las propias casas. Entre estos dulces, se fue abriendo camino como macho alfa de esa manada repostera de Navidad, el esponjoso mantecado hecho solo con manteca, azúcar y harina, como los que hacía aquella célebre estepeña mentada como Micaela la Colchona.
Al fundador le sucedió su hijo Manuel y su esposa Carmen, quienes, al tiempo que seguían con la pala, fueron modernizando las instalaciones con una nueva amasadora, un cilindro y una refinadora. El negocio fue creciendo y entraron a trabajar Pepe Valbuena, Rafael Martín, Juan de Leonor y Angustias, ayudados también por sus cinco hijos: Mariano, Carmen, Pilar, Inmaculada y Manuel.
En esa época, intentaron registrar la marca Campos para sus
productos, pero ya constaba ese nombre y la abreviaron a Camp, al tiempo que
empezaron a elaborar embutidos para su venta en su vivienda de la calle
Iglesia. Había muchos hijos que mantener y toda venta era poca para
Manuel.
Empezaron a envasar los primeros mantecados para los emigrantes alpujarreños que vivían en Cataluña. Lo hacían primero en cajas que hacían a mano con planchas de cartón y también de madera cuyos portes enviaban desde Almería a través de El Triunfo, que estaba al lado de la Colonia de los Angeles o de La Guipuzcoana. Y cuando esos paquetes con remite de Fondón se abrían en aquellas casas de emigrantes, en aquellos saloncitos de trabajadores almerienses en Martorell o en Cornellá, cuando empezaba a inundar la estancia doméstica ese aroma sencillo a matalahúva y a canela, era como si regresaran por un instante a la casa de la madre.
Empezó a adquirir cada vez más predicamento el mantecado Camp, convirtiéndose Fondón poco a poco en La Estepa almeriense. A Manuel -como en la Biblia ocurría con aquellos Abraham, Isaac y Jacob- le sucedió su hijo Mariano, el mismo que empezó gateando en el cemento de la tahona de su abuelo, quien modernizó el negocio e incorporó confites como las tartas, los polvorones, las magdalenas, los roscos de anís y de vino, los soplillos, las perrunillas, aunque el rey de Fondón sigue siendo el mantecado, del que vende más de 160.000 kilos por temporada, alguno de ellos a José Mercé.
Mariano, junto a su esposa Dulce (valga la redundancia), ha ido ampliando mercados: tuvo pedidos de la Embajada española en Copenhague, donde había llegado la nombradía de sus dulces. Y reabrió un secadero de jamones de sus padres donde fabrica embutidos y chacinas. Las dos fábricas suman ya una plantilla de 37 personas -algunos albañiles reconvertidos en pasteleros- y cuatro hijos para sucederle que son ya la cuarta generación de los Campos: los herederos de aquel antiguo vendedor de calcetines, que tanto frío quitó y que decidió seguir alegrando el alma de sus vecinos con pan caliente y mantecados para la Pascua.
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