Uno se imagina ahora -en sus años
otoñales- a José Luis Cano en La
Cueva del Lobo de Mojácar, sentado en su sofá y viendo Sky News con una manta por
encima y una repisa llena de libros y brandys como paisaje; uno se imagina al
antiguo concejal de Turismo de Mojácar así: plácido en este tiempo de zozobra,
resignado a saborear cada instante de su vida en el pueblo que eligió para quedarse
hace ya muchos años. Pero lo que nunca llegaba uno a imaginar es que este sir británico, nacido en Bollullos del Condado hace siete
décadas, se pusiera a escribir unas memorias con gramática fluida y anécdotas
bien majadas en el almirez del tiempo. Y sin embargo, así lo ha hecho,
desmarcándose de aquel otro José Luis que conocíamos aligerando el paso en la
ferias de turismo o antes aún como perfecto anfitrión en el Club La Mata.
Tiene algo José Luis Cano -de apellido mojaquero aunque no es mojaquero de cuna- que hace que nunca termines de perderlo de vista del todo. Es la sensibilidad por el paisaje, por los recuerdos, por lo vivido: lo suyo y lo de los demás y eso hace que siempre aparezca de una u otra manera. Ahora ha aparecido con un libro bajo el brazo: “El almacén de la memoria’, donde debuta con la pluma tras toda una vida ganándose eso, la vida, a través de los más extraños vericuetos.
José Luis nació en un pueblo de la provincia de Huelva a 50 kilómetros de Sevilla en una familia campesina de siete hermanos y con un abuelo zapatero. A los doce años ya repartía por las casas el diario ABC para ganarse unas pesetas y después se empleó como camarero en el bar de Manolito sin salir de su pueblo. Allí aprendería muchas cosas y las que no, las intuiría: allí vio por primera vez a un inglés, antes de saber que parte de su vida transcurriría en Gran Bretaña. Y después, en esa postguerra de sabañones y pelargón, marchó para Sevilla a trabajar como mozo de comedor de una notable familia hispalense.
Era 1964, tenía 15 años y toda una vida por delante. Y toda esa vida es la que ha contado ahora José Luis en este Almacén que acaba de abrir para sus lectores y que resume diciendo: “A mí se me ha dado bien la vida, de la misma manera que a un enano se le da bien ser bajito”.
En este libro honesto aparece el recuerdo como catarsis y también quizá como ajuste de cuentas. Parece que es el relato que José Luis ha estado escribiendo toda su vida sin saberlo, con diferentes texturas y evocaciones hermosas, mezclando -según él- lo ficticio con los real: una alquimia de lo que ocurrió y de lo que no, pero que quizá quiso que ocurriera.
Es un viaje de ida y vuelta por la alta y baja postguerra, en unos tiempos de señoritos y criados, en una Sevilla que bulle de mantillas en Semana Santa, de turistas en Triana, dentro de una España que ya no había quien la detuviera. Como nadie detiene al autor, escondido en el niño Lucas, cuando se pone a contar sus peripecias sexuales, sus deseos de absorberlo todo, los personajes que va conociendo como doña Aurora, las niñas de la casa, el artesano Facundo, el catedrático con una biblioteca inmensa, la emoción de la feria de abril y de sus escarceos con Manuela por debajo de la falda. Y también de su visita a un convento a ver a Isabelina -ahora Sor Inmaculada- que a punto estuvo de morir por un aborto provocado.
En el Almacén de la Memoria está eso: la vida misma, contada como se la contarías a un viejo amigo en un bar de Mojácar.
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