Queridos hermanos sacerdotes, religiosas y seminaristas; y
queridos fieles laicos; Queridos hermanos y hermanas:
Se cumple hoy por la misericordia de Dios el XXIV Aniversario de
mi consagración episcopal en la Catedral del Salvador de Ávila. Cinco años
después dispuso el Señor que fuera trasladado a esta Iglesia de Almería, donde
se cumplen el próximo día 7 del corriente diecinueve años ejerciendo el
ministerio apostólico como pastor de esta Iglesia particular, en la que el
Señor ha querido que fuera fundamento visible de su unidad y vínculo de
comunión eclesial.
Han sido años ilusionados de generosa dedicación al ministerio
pastoral sin reservas, años fructíferos que han hecho posible un cambio muy
profundo de las condiciones de una Iglesia diocesana que, a mi llegada,
requería estructuración y consolidación espiritual y material, sucediendo en el
tiempo el ministerio de mi venerado predecesor, al que cumplió esforzarse con
denuedo por el crecimiento espiritual del presbiterio, apenas salido de unas
décadas de especial dificultad tras la crisis posconciliar. A él correspondió
trasladar la comunidad de seminaristas mayores a la capital diocesana,
devolviéndola a Almería después de un cuarto de siglo en Granada, hondamente
afectada por la crisis eclesial.
Por mi parte, ha sido decisión
conscientemente asumida continuar la labor de mi predecesor y consolidar los
logros de su pontificado, apostando con mi propio genio y saber por todo cuanto
han exigido de mí los años que me ha tocado ser pastor de esta Iglesia, que me
es tan amada, con la que el Señor quiso desposarme. Los textos sagrados que
hemos escuchado iluminan el ejercicio de mi servicio pastoral con la luz de la
revelación divina que esclarece la naturaleza del ministerio como institución
de fundación divina.
El impresionante y sobrecogedor relato de la vocación de Isaías esclarece
la iniciativa divina en la vocación profética, que requiere aquella santidad
que evocan tanto la trascendencia de Dios aludida por el carácter elevado y
excelso del trono divino como el aleteo de los serafines de seis alas que
sobrevolaban el trono. Con dos alas se cubrían el rostro por temor de ver al
Dios de Israel, cuya santidad se expresa en su trascendencia sobre la realidad
creada; con dos alas se cubrían el cuerpo y con dos alas se cubrían los pies,
evitando el contacto con lo profano, si por tal se entiende el mundo marcado
por el pecado, concepto que se prolonga en el evangelio de san Juan. ¿Cómo no
evocar los discursos del adiós de Jesús en el cuarto evangelio? Jesús ora por
sus discípulos, porque «ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido los
retire del mundo, sino que los guarde del Maligno» (Jn 17,14-15).
La santidad de Dios es proclamada por los serafines que gritan uno
al otro: «Santo, santo, santo, Señor de los Ejércitos, llena está la tierra
de tu gloria» (Is
6,3). Isaías tiene un particular interés en reivindicar en su predicación la
santidad de Dios. El profeta no es contrario al culto, como podría hacer pensar
su dura crítica a la vaciedad de un culto que honra a Dios con los labios, pero
el corazón de los que le rinden culto está lejos él (cf. Is 29,13), pasaje de Isaías
que Jesús recordará para prolongar la crítica del profeta, censurando un culto
carente de contenido por su vaciedad y contrario a la honda verdad de los
preceptos divinos (cf. Mc 7,6-7→ Mt 15,8-9). El verdadero culto
practica la alabanza y la súplica, en las que el hombre reconoce que sólo puede
vivir si cumple los mandamientos de Dios y confiesa su señorío sobre la
creación y la historia de la humanidad; y si acude a Dios como al único Dios de
misericordia que puede rescatar al ser humano de su condición pecadora.
Es aquí donde se ubica la experiencia de Dios tremenda y
fascinante del que toma conciencia de la santidad de Dios y de la propia
condición pecadora. El profeta exclama: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que
habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos la Rey y
Señor de los ejércitos» (Is 6,5). Es la experiencia de
quien es llamado al ministerio y se siente pequeño y pecador, hombre de labios
impuros, llamado a proferir la palabra de la salvación. Aunque algunos
comentaristas discuten que este pasaje de Isaías sea específicamente vocacional
y afirman que, más bien, se trata de un texto de encomienda de una determinada
misión divina a Isaías, relacionada con la amenaza que para Judá representa la
guerra de ríos y samaritanos en torno al año 734, lo importante es la
experiencia en sí de Dios que llama y encomienda un cometido que no es posible
llevar a cabo sin el mandato divino, y sin el acercamiento a la santidad de
aquel que envía y es todo santo. Por eso, aunque uno es hombre de labios
impuros, Dios purifica al que envía tocando los labios del profeta con un
carbón encendido y le dice: «Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está
expiado tu pecado» (Is 6,7).
A lo largo de mi ministerio entre
vosotros he puesto un particular empeño en la necesidad de santidad que tenemos
todos los ministros ordenados, puestos al servicio de la santificación del
pueblo de Dios. Para ello se hacía necesario lograr una formación acorde con la
mente de la Iglesia y la necesidad pastoral de cada momento y situación,
teniendo en cuenta que la caridad pastoral de los sacerdotes define el espíritu
sacerdotal, alejando a quienes han sido llamados al ministerio de una lenta
pero progresiva asimilación al trabajo contractual marcado por reivindicaciones
que de hecho estrechan el corazón del pastor. Una asimilación que sigue hoy
creciendo desvirtuando la naturaleza del servicio sacerdotal; y de ahí la
necesidad señalada por el Papa llamando a una verdadera “conversión pastoral”:
conversión que algunos vacían de contenido evangelizador, para diluir el
ministerio en un servicio de múltiple uso similar a la intendencia y la
logística de las organizaciones benefactoras.
Vivimos una situación de caída de las vocaciones sacerdotales y
ministeriales en general, de pérdida de las vocaciones a la vida consagrada, y
de sólo podremos salir de esta crisis con el empeño de todos los diocesanos y
sin escatimar compromisos y medios. Las vocaciones sacerdotales y la formación
sacerdotal tienen su lugar propio en la diócesis. Siempre se ha dicho con
acierto: ignorar los errores del pasado es arriesgarse a repetirlos, o peor
aún: predisponerse a cometerlos de nuevo. Por otra parte, la vocación al
sacerdocio se fortalece con fidelidad a la tradición apostólica, del mismo modo
que la vida consagrada no puede ser despojada de los consejos evangélicos.
Proponerlo así, favorecerlo poniendo los medios necesarios e ilusionando a los
jóvenes con las vocaciones de especial consagración ha sido una constante de mi
ministerio pastoral.
Del mismo modo, que he procurado una pastoral familiar basada
sobre la antropología del matrimonio fundado sobre la unión de un varón y de
una mujer, que ofrece la revelación divina como origen de la familia, que toma
nombre del mismo misterio de comunión entre personas divinas que se dan en Dios
uno y trino. El clericalismo del laicado lo distrae de su cometido propio en la
acción evangelizadora de la Iglesia, por mucho que se apele a cuánto pueden
hacer los laicos para suplir la insuficiencia de sacerdotes y diáconos. La
enseñanza del Vaticano II es clara sobre este importante cometido: los laicos
están llamados a llevar el evangelio a los asuntos temporales, y ser al mismo
tiempo colaboradores del ministerio pastoral sin un clericalismo engañoso. Los
ministerios laicales son un campo más rico de lo que habitualmente estamos
acostumbrados a admitir, y el Papa acaba de enriquecer los cometidos del
laicado en la acción pastoral de la Iglesia dando estatuto al ministerio del
catequista, basándose en que este es un ministerio antiguo y permanente en la
acción evangelizadora de la Iglesia.
He querido en estos años
responder a la exhortación de Cristo a los Apóstoles para que convertidos en
pescadores de hombres cosecharan unas redes abundantes. Esto no se logra,
ciertamente, ocultando la fe para conjurar el escándalo de la cruz, ni
acomodando a los deseos de cada generación el anuncio del Evangelio. La
asimilación del evangelio a la mente del mundo sólo trae consigo amoldar la
vida de la Iglesia a imagen del mundo. Si se pierde la fe en la encarnación del
Verbo, viendo en ella una expresión meramente simbólica del dogma de Cristo, de
forma que Jesús se convierta en paradigma del sentimiento religioso común a la
humanidad en proceso de secularización definitiva; si hacemos de Cristo un
maestro de coherencia ética o de moral convergente con lo que le es posible
aceptar como correcto a la mera razón; o bien cambiamos a Cristo por un
reformador social, aspiración de tiempos no lejanos; si esto sucede, entonces
la Iglesia ha perdido para siempre su futuro, porque otros cumplirán que ella
con estos programas de cristología “al uso del tiempo” sin tomar como pretexto
a Cristo Jesús.
Este denunciado por el Papa Francisco es de verdad una tentación
que ronda al cristianismo débil y sin estridencias, al populismo ideológico o
pauperista de ayer y hoy, porque lo que cambia es sólo el contexto de cada
época. Por eso conviene recordar estas palabras de Francisco: Los gnósticos
«conciben una mente sin encarnación, incapaz de tocar carne sufriente de Cristo
en los otros, encorsetada en una enciclopedia de abstracciones. Al descarnar el
misterio finalmente prefieren “un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una
Iglesia sin pueblo”».
Cristo manda a Pedro remar mar adentro y Pedro le dice que han
pasado toda la noche sin coger nada, y añade: «pero por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5). La pesca
resultó copiosa en exceso como para llenar dos barcas y, una vez más, parta que
Pedro confesara con su sincera humildad: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (Lc 5,8). En el mosaico de
Marko Rupnik en la capilla de la sucesión apostólica de la Conferencia
Episcopal, vemos que mientras los apóstoles echan las redes es Jesús quien les
va metiendo en ellas los peces. Esta feliz escena del mosaico dice lo nuclear
de este pasaje evangélico: nada es posible sin Jesús, como él mismo enseña a
los apóstoles «porque separados de mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Jesús nos manda
echar las redes, pero no quiere que desesperemos al constatar nuestro fracaso
en la pesca, sino que mantengamos la fe en que él puede hacer lo que nosotros
no podemos. Por tanto, sólo él nos libra de culpabilizar nuestra conciencia
cuando el seguimiento es pasión de amor sin otro interés que el de Jesús,
venciendo la concupiscencia que mueve la envidia ante los logros de los demás
hermanos, a los que necesitamos desacreditar y descalificar para eliminarlos
como obstáculo que impide nuestro protagonismo en exclusiva. En el discipulado
de Jesús no cabe una rivalidad movida por el deseo de poder y el manejo que
manipula y subyuga sometiendo incluso por acoso y derribo, para que cuanto peor
le vaya a mi hermano mejor me va a ir a mí. Esta tentación la tenemos desde el
principio en movimiento, pero sólo tiene la respuesta de Pablo: «Yo planté, Apolo regó, pero
fue Dios quien hizo crecer» (1Cor 3,6).
Las rivalidades y las envidias han sido causa de muchos
sufrimientos para mí como para tantos hermanos, y ante esto sólo me queda decir
con el Apóstol que «me alegro de sufrir por vosotros: así completo en mi carne los
dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia, de la cual Dios
me ha nombrado ministro» (Col 1,24-25a). Aun cuando no
fuera justo el sufrimiento que se me ha infligido, tengo firme convicción de
que no hubiera sido posible sin la complicidad de quienes lo han provocado, sé
que obedeciendo sigo el camino de Cristo. Así, anunciando a Cristo, mi tarea
apostólica es la de lograr por su gracia que «todos alcancen la madurez de la vida en Cristo: ésta es mi tarea
en la que lucho denodadamente con la fuerza que Dios me da» (Col 1,28-29). Que Dios me lo
conceda por la intercesión de Nuestra Señora. Amén.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
+ Adolfo Gonzalez Montes, Obispo de Almería
Almería, a 5 de julio de 2021,
No hay comentarios:
Publicar un comentario