Nos pasa a todos que ocupados en nuestra rutina, centrados en
nuestros proyectos, siempre andamos buscando la manera de mejorar, de encontrar
las habilidades, las técnicas, las herramientas para aumentar la eficacia de
nuestras acciones, de hacer llegar nuestro mensaje con más claridad. Y en ese
afán de mejora a veces se nos olvida pararnos a observar, a escuchar y a
ponernos en los zapatos del otro. Este verano la mar me ha enseñado algunas
lecciones, y recordado otras muchas que tenía olvidadas.
Hace unos días, en apenas unas horas de diferencia, aparecieron
dos cadáveres flotando a la deriva, uno de una delfina común y otro de un
inmigrante. Ambos fueron recuperados y llevados a puerto por dos embarcaciones
recreativas cargadas de familias en bañador, que disfrutaban de un bonito y
vacacional día de verano.
Dos situaciones desagradables que desinflaron nuestra alegría y
nos hicieron bajar de la nube a la que nos habían elevado unos minutos antes
los saltos de los delfines mulares que frecuentan la piscifactoría de
Aguadulce.
Tras las llamadas a emergencias, tras la retirada de los cuerpos,
ambos se convirtieron en números que siguen engordando nuestras estadísticas.
Unos pocos datos recogidos y a pasar
página porque la vida sigue. ¿Qué más se puede hacer salvo resignarse y aceptar
la realidad del mundo que hemos construido?
La vida y la muerte es algo natural, algo que nos iguala, pero
saber que ambas muertes son nuestra responsabilidad, que quizás se podrían
haber evitado si las políticas, si la economía, si las fronteras fuesen más
humanas, es algo que nos debería dar que pensar. Quizás si los cuerpos hubiesen
llegado a la abarrotada playa de la Romanilla más gente se habría visto en la
obligación de responder a las preguntas de los niños, a la necesidad de buscar
respuestas coherentes a hechos inexplicables. Son esos momentos de confusión
los que terminan removiendo nuestras conciencias, los que nos hacen carraspear
y tragar saliva, los que aflojan el nudo de la venda de nuestros ojos, los que
nos despiertan del sopor de la anestesia con la que adormecemos nuestros sentidos,
la que nos sirve para justificar lo injustificable.
A lo largo del verano hemos tenido la ocasión de embarcar a dos
grupos de la Cruz Roja. Uno con niños que nada más subir preguntaron por los
salvavidas, que sabían reconocer la patrullera de la guardia civil en la
lejanía y que nos contaron con una sonrisa inocente que habían visto delfines
cuando cruzaron en patera el estrecho con sus padres. El otro grupo estaba
conformado por adultos de diferentes países africanos que mientras les
hablábamos de las distintas especies y la necesidad de proteger los delfines y
las tortugas, nos dieron una clase de anatomía sobre estos animales porque se
los comen en sus países desde tiempos inmemoriales. Ante situaciones como estas
lo mejor es callar nuestro mensaje paternalista, conservacionista,
ejemplarizante, y escucharlos y aprender las lecciones de la vida que les ha
tocado vivir. Nosotros que les robamos su riqueza, que destrozamos los
ecosistemas del mundo, tenemos la poca vergüenza de decirles que tenemos un
problema global, que tienen que cambiar sus costumbres, que tienen que limitar
su crecimiento, que no pueden huir de la pobreza.
Estas enseñanzas de la mar, como no puede ser de otra manera, las incorporamos a nuestras actividades y nos sirven para generar debates, para provocar reacciones, para hacer aflorar sentimientos, para remover conciencias. Mientras hablamos de pesca sostenible, de la necesidad de aunar esfuerzos para minimizar los impactos que generamos con nuestras artes de pesca, recordamos que la mar es donde se originó la vida en la tierra, que nos alimenta y nos cuida, y donde por desgracia, hemos construido muros invisibles donde se ahogan muchos sueños e ilusiones.
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