Crecieron los almerienses que tienen ya unos años oyendo las
historias de sus padres emigrantes a Suiza o a Alemania, quizá ellos mismos los
fueron también. La plácida niñez de esta provincia, al calor de una mesa
camilla -a partir de adolescente no se quiere ya escuchar a alguien mayor que
tú- ha estado cuajada de relatos
de abuelos que picaron yeso en Buenos Aires o construyeron carreteras en Ohio o
de parientes indianos que volvían a su tierra vanidosos con un haiga, unos
zapatos de charol y los dólares saliéndoles de la billetera. Porque uno nunca triunfa de verdad si en tu
pueblo no se han enterado. Todos hemos oído alguna vez una de esas
epopeyas de ultramar de algún familiar, porque no hay quizá ninguna otra tierra
en Occidente, en términos relativos, donde se hayan cerrado y abierto tantas
maletas como en Almería.
Los primeros que repoblaron estos lares morunos fueron aventureros murcianos y navarros, aragoneses y manchegos que eran también, a su manera, inmigrantes y colonos en una tierra de frontera que ocuparon tras haber quedado despejada.
Los almerienses contemporáneos empezaron a emigrar sobre todo a Orán a partir de 1853 con la revocación de las últimas normativas que limitaban las corrientes migratorias. Llegaron durante décadas hasta los atochares argelinos legiones enteras de jornaleros de todas las comarcas de Almería a recolectar el esparto en una emigración golondrina de ida y vuelta.
Fue a finales del XIX y principios del XX cuando empezó a animarse ese nuevo éxodo de trabajadores de la provincia hacia los territorios de Ultramar que ya habían dejado de ser colonias españolas y que necesitaban mano de obra a destajo para las faenas agrícolas latifundistas y para la construcción de infraestructuras. Aunque Argentina fue la que recibió al mayor número trabajadores cuando se estaba levantando el Gran Buenos Aires, hubo también una emigración más callada, pero también considerable, a Brasil.
Y hubo, sobre todo, un pueblo, Fiñana, que, en términos relativos (quizá porque cuando comienza una dinámica de carta a carta entre familiares y paisanos es difícil de parar) fue el que más participó en ese éxodo a la antigua colonia lusitana.
Según la estadística recopilada por el descendiente de indianos Joao Miguel Sedano, más de 200 tarjetas de emigración con origen en Fiñana se sellaron en esos años rumbo principalmente a los estados de Sao Paulo y Río de Janeiro. Un siglo después, aún suenan en aquellas lejanas calles, en sus bares, en sus comercios, apellidos oriundos de la comarca de Nacimiento como Matilla, Lao, Huertas, Salmerón o Aparicio.
Gente que empezó trabajando a costilla en un cafetal y que prosperó abriendo sus propios negocios; gente que no ha olvidado a la tierra de sus antepasados: internet y las redes sociales están plagadas de peticiones de ayuda de estos indianos para hallar a familiares que aquí quedaron. La historia de Almería es la historia de una diáspora, casi más profunda si cabe por lo descarnado, por lo económico, que la del pueblo judío.
Entre 1908 y 1914 se produjo el mayor saldo migratorio de la provincia, según la estadística recogida por la investigadora Enriqueta Cózar, con 72.300 almerienses que abandonaron sus haciendas y cortijos rumbo a ultramar. Y fue 1913 el año récord de la emigración a Brasil con una trashumancia de 1.168 almerienses que desembarcaron en los muelles de Santos y Río de Janeiro, la mayoría familias enteras para empezar una nueva vida.
Hubo un poeta ciego almeriense, Antonio Cano Cervantes, que dejó plasmado ese éxodo masivo apiadándose de la ilusión inicial de los emigrantes y de la triste realidad que se encontraban: “Yo que los he visto/ a muchos de ellos/ volver pobreticos/ lo que estás oyendo/ si cada vez que bajo y veo el oranero/ embarcando gente/ me da un sentimiento/ ver como se suben igual que borregos.
No fue casualidad este masivo tránsito de almerienses a Brasil. El país más grande de Latinoamérica necesitaba mano de obra barata para eliminar junglas y selvas, para recoger el café de sus haciendas. El propio gobierno se alió con las compañía navieras concediendo 120 francos por cada emigrante reclutado en una provincia en la que habían parado las minas y la filoxera cercenaba el parral . Durante varios años se estuvo ofreciendo el pasaje y alojamiento de ocho días gratuito como reclamo y con comisionistas de agencias como Berjón, Pinillos, Gay Padilla o Ricardo Jiménez que recorrían los cortijos buscando primitivos labradores como clientes para barcos que zarpaban tres veces al mes como el Sofía, el Aquitania o el Valbanera.
Sin embargo, se empezaron a oír voces en las administraciones locales que aconsejaban a los jornaleros almerienses no dejarse embrujar por los cantos de sirena y en la prensa advertían de que “en Brasil hay negreros llamados facendeiros que tratan a los almerienses como esclavos africanos”.
Se veían en las puertas de los cafés almerienses pasquines de navieras que decían “Emigrar es vivir” y a lado otros donde se leía “Brasil, sepulcro de almerienses”. Se creó para auxiliar a los sufridos emigrantes una Junta Local de Emigración presidida por el señor Rocafull. Algunos vendían hasta la casa o los muebles para irse al Brasil escapando de los caciques locales, tras una travesía de quince días en tercera clase, a trabajar como mulas en el campo para otros caciques que los sometían a cambio de unas bananas maduras. Cuentan que la línea de Ferrocarril Madeira-Maoré está teñida de sangre almeriense.
Quien podía se hacía con un empleo en la ciudad como tonelero, carpintero o herrero que les garantizaba más posibilidad de prosperar. Así hicieron algunos como Fulgencio López, de Almanzora, montando negocios de gasolineras o aquel Felices que ahorró lo suficiente para montar Río Preto, la única tienda de la provincia, en la Puerta Purchena, donde aún se pueden comprar cintas de cassette de Manolo Caracol o aquellos zahoríes mojaqueros apellidados Flores que invirtieron en una fábrica de harinas en Pennapolis o aquel Cleofás Beltrán, natural de Vera, que trabajó duro, se hizo abogado y ganó una cátedra de literatura en la Universidad de Sao Paulo, la ciudad en la que murió y en la que una de sus calles está hoy día rotulada a su nombre.
Pero fueron los fiñaneros los que más se diseminaron, como las tribus de Israel, por aquellas tierras vírgenes del Brasil postcolonial, sin olvidar nunca sus orígenes, sus olivos y sus almendros, su aljibes y su cerro Almirez, sus zaramandoñas y su Día de las Lechugas. Algunos descendientes de los primeros que se fueron siguen buscando todo eso, soñando con volver para conocer, para cumplir la promesa que le hicieron a sus abuelos. Porque uno nunca termina de triunfar del todo en ninguna parte del mundo si en tu pueblo no se han enterado.
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