Seísmo es un anagrama de mi nombre y desde hace años lo utilizó en
algunas redes sociales. Me recomiendan no hacerlo porque esa palabra lleva
asociado dolor, destrucción, tragedia, miedo, angustia, desesperación,
desgracias, muerte. Sin embargo siempre he pensado que los terremotos, como los
volcanes, tienen un ingrediente poético de regeneración, de creación, de
transformación, de nacimiento, de belleza. Gracias a ellos se forman nuevas
islas, se levantan montañas y cordilleras, se transforman los continentes,
desaparecen paisajes y aparecen nuevas rocas que surgen incandescentes del
interior para enfriarse lentamente en la superficie y convertirse en un suelo
fértil que sustente la nueva vida.
Hacer estos comentarios, con la lava engulléndolo todo, puede
resultar ofensivo, inapropiado, porque muchas familias han perdido hasta sus
recuerdos y el futuro se les plantea incierto. Pido disculpas a quien así lo
considere, pero mi intención, lejos de ahondar en la herida, en el drama
personal, es solo reflexionar sobre nuestra fragilidad, los desastres naturales
y el planeta.
La posición del ser humano en la naturaleza ha ido cambiado a lo
largo de la historia gracias a la observación, al estudio, a la experiencia, al
conocimiento acumulado, en definitiva a la ciencia. Pasamos de sabernos
frágiles, insignificantes, a imaginarnos el centro del Universo. Un largo
proceso que ha desembocado en el momento
actual, en el que somos conscientes de que formamos parte de un sistema vivo
planetario del que no podemos prescindir para sobrevivir, y del gran poder que
tenemos para alterarlo, para destruir lo que nos beneficia.
Bueno, no todos consideran así a la Tierra. Algunos la piensan
como un planeta hostil del que podemos extraer todos los recursos que generen
dinero. Un planeta al que ante su grave
deterioro ya le andamos buscando un sustituto en nuestro Sistema Solar. Sin
embargo la Hipótesis Gaia, que Lovelock publicó en 1979, nos presenta la Tierra
como un sistema capaz de autorregular su temperatura, su composición química,
incluso la salinidad de los océanos. Un sistema que tiende siempre al
equilibrio para que la vida, y la atmosfera que la protege, se mantengan. Un
sistema que tiene su propio ritmo, su pulso, su tiempo.
Y ese tiempo no es el nuestro. Vivimos nuestras vidas como
carreras de velocidad porque no puede ser de otra manera, en contraposición con
la Tierra que está inmersa en una carrera de fondo. Cada uno de los eventos
naturales que se producen son parte de un proceso que se nos escapa de las
manos, que no podemos controlar, que nos recuerda la relatividad de nuestro
poder, que comenzó tras el Big Bang y que seguirá por millones de años cuando
nosotros no estemos. Es imparable, ingobernable, una lucha desigual en la que
solo podemos perder.
Para la Oficina de la ONU para la Reducción del Riesgo de
Desastres, estos no son naturales, sino humanitarios. Están originados por una
fuerza descomunal de la naturaleza, pero están agravados por las negligencias,
la falta de prevención o las omisiones por parte del ser humano. El volcán de
la Palma se hubiese quedado, como ocurrió hace 50 años, en un espectáculo
maravilloso sino hubiese provocado tantas desgracias personales.
Que el volcán iba a entrar en acción, o que las ramblas se
desbordarán, o que un bosque salga ardiendo es algo inevitable. Lo que es
evitable es la osadía, la soberbia, la prepotencia del ser humano, que se cree
invencible, ajeno a las desgracias, que actúa como si estuviese solo en el
mundo, e ignora que la naturaleza sigue su camino y que ante ella nada puedes
hacer. No solo metemos la cabeza en la boca del lobo (que está de enhorabuena)
sino que le pinchamos y provocamos para que nos muerda.
La tragedia, el desastre, la catástrofe humanitaria de la Palma ya
la estamos viviendo y sabemos que será más grande porque muchos de esos
palmeros no tenían aseguradas sus casas, ni sus explotaciones y nunca se hizo
nada por regularizar la situación. No se trata de buscar culpables, entre todos
la mataron y ella sola se murió, pero en un sistema basado en el beneficio
económico, la solidaridad, la humanidad duran hasta que hay que rascarse el
bolsillo y las cámaras y micrófonos desaparecen.
Dejadez, falta de previsión, de valentía política, de planificación, llamémoslo como queramos, pero hay que dedicar menos esfuerzos a intentar luchar contra la naturaleza y a centrarnos en intentar evitar esas desgracias personales, humanitarias, porque también se está demostrando que las promesas, las ayudas y subvenciones de los políticos van a ritmos diferentes al de resto de mortales y no saben de hambre, ni de frio.
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