Sabe el peregrino que no camina solo, aunque el horizonte se
presente desierto, pese a que las huellas se desvanezcan con la lluvia, a pesar
de que el eco sea la única respuesta a sus plegarias. Sabe que cuando lo
necesite, cuando crea desfallecer, una mano le ayudará a levantarse, una piedra
se le ofrecerá para su descanso, un susurro le empujará a seguir.
Sabe que en cualquier momento él puede ser esa mano, la fuente, la
sombra, el refugio, el faro, la estela de otro peregrino, porque en su camino
aprendió que somos demasiado osados y cargamos más de lo que nuestros hombros
pueden soportar, porque no sabemos encontrar nuestro ritmo, porque nunca nos
paramos a pensar en nuestros límites y objetivos. Sabe que seguir los sueños,
las metas, los pasos, el ritmo, las ideas de otros, nos lleva a cometer muchos
errores, nos conduce al fracaso, a la frustración, a las lesiones del cuerpo
que terminan erosionando nuestra confianza, los pilares de nuestra fortaleza,
nuestra autoestima.
Sabe que nunca debe infravalorar el camino, sino adaptarse a él,
disfrutar de lo que le ofrece, de lo bueno y de lo malo. Sabe que le obsequiará
con paisajes sublimes, colores impensables, texturas inimaginadas, sabores,
olores, emociones, vivencias, compañía, sentimientos que lo harán sentirse
invencible, único, inigualable, inmortal. Pero también sabe que se presentarán
dificultades que pueden retrasar su paso o detenerlo para siempre. Sabe que
todo depende de él, de su imaginación, de su fuerza, de su humildad para pedir
y recibir ayuda, de su capacidad para encontrar las alternativas, las
soluciones, la manera de seguir adelante. Sabe que debe confiar en su
intuición, en su instinto de supervivencia, porque si pierde el tiempo en
lamentaciones, en buscar culpables a sus desdichas, la lluvia puede alcanzarlo,
sus pies convertirse en piedra o el olvido anidar en él.
Sabe que la soledad hace la noche más oscura, el silencio más
pesado, el frio, la angustia, el hambre más penetrante, pero no le tiene miedo
porque sabe que hay fuegos que no calientan, comida que no sacia, agua que no
quita la sed. Sabe que debe huir de la amargura de los abrazos vacios, del
aguijón de la condescendencia, de los besos de cortesía, sin calor, sin amor.
Sabe que es mejor alejarse de esos compañeros de viaje porque lo conducirán a
lugares en los que no quiere estar, a decir lo que nunca diría, a pensar solo
en no pensar.
Sabe que a veces debe despedirse y dejar marchar a muchos con los
que recorrería el resto del camino, a los que llorará y añorará cada día, pero
a los que no puede seguir, ni obligar a que lo esperen. Sabe que cambiar su
ritmo, su destino, sus rutinas, puede ser su perdición, una derrota que
terminará lamentando. Sabe, y es su consuelo, que siempre aparece alguien con
quien armonizar su paso, disfrutar del silencio, compartir las desventuras.
El peregrino sabe que no merece la pena mirar atrás porque las
dudas, los quizás, son piedras ancladas en el fondo del alma que tarde o
temprano frenarán su avance. Sabe que debe mirar al frente, estar siempre
alerta, porque en cada paso le va la vida y necesita cada uno de sus sentidos
para no errar, aunque sabe que terminará equivocándose, que los errores, los
tropiezos, las caídas, son parte del proceso, del camino.
Sabe que las prisas no son buenas, que las agujas del reloj se
convierten en lanzas que nos empujan a la desesperación, a la angustia, a la
locura. Sabe que a veces conviene esperar a que pase la tormenta, a que
florezcan las margaritas, a la salida del sol, a la mirada constante, a la palabra precisa, a la sonrisa perfecta. Sabe
que no siempre gana el que llega primero, sino el que llega en el instante
adecuado.
Sabe que lo más importante no es el destino, sino llegar; o
encender una vela cada año, sino evitar que se apague; o postrarse ante una
figura, sino sentirla aunque no pueda verla bajar de su altar, aunque no pasee
por las calles entre nubes con olor a pólvora, entre aplausos, vítores y lagrimas
de emoción, de devoción, de recuerdos, de ausencias, de esperanza, de fe.
Sabe el peregrino que cuando llega septiembre su corazón no entiende a razones, que lo que aprendió carece de valor, que todo lo que creía importante, imposible o insalvable no lo es, que las carreteras, ramblas y senderos se convierten en las arterias que soportarán sus pasos, y sueña con salir al camino para mirar a la Cruz, al azul, levantando sus manos, viviendo y cantando ¡Viva el Cristo de la Luz!
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