Con el aroma del Día de las Librerías aún flotando en el aire, me asalta la nostalgia de un libro que he dejado morir hace apenas unos días. Ya he pasado las tres primeras etapas del duelo, la negación, la ira, la negociación, y cada vez estoy más cerca de aceptar la realidad, pero sigo inmerso en la depresión, la cuarta etapa del proceso.
La historia nos ha demostrado que matar un libro es casi imposible. Hemos bombardeado bibliotecas, alimentado hogueras en plazas, destruido imprentas, pero mientras quede un solo ejemplar en alguna estantería, escondido tras una pared o protegido en una vasija en una gruta del desierto, siempre quedará la esperanza de que vuelva a la vida, como una semilla aletargada espera el momento adecuado para germinar. Además, ahora con internet, los libros se convierten en felinos y sus vidas se multiplican por siete.
Muchos me intentan consolar diciendo que no está muerto, que ahora comienza otra etapa para él, que se independiza y empieza a crear su propio destino navegando por las redes, volando por el mundo que hay bajo sus alas, pero siento que lo he abandonado, que le he fallado, que soy el que debería aún defenderlo, buscarle financiación, escaparates, estanterías, lectores, para lucir su portada, sus imágenes, su contenido, su mensaje. Siento que no tuvo la oportunidad que se merecía, porque era gratuito, con una tirada limitada, financiado por una administración, con 39 colaboradores. Factores que me ilusionaban cuando lo ideamos, que le dieron fuerza al proyecto, que lo hicieron posible, pero que pasado el tiempo he descubierto han sido determinantes para su defunción.
Sé que los libros en la actualidad tienen una vida muy corta, que sujetos a la ley de la oferta y la demanda tienen una gran competencia, que cada vez hay más libros porque hay más escritores y pequeñas editoriales que lectores, que su vida no depende de su calidad sino de las inversiones en publicidad y ahí las grandes editoriales han sabido manejarse y reducir las listas de éxitos a su interés. Que la mayoría de las librerías, como parte de este sistema de producir y vender libros sin importar nada más, han perdido el alma que siempre tuvieron, a los libreros que sabían recetarte los libros que necesitabas, que disfrutaban con su trabajo, que eran confidentes de sus clientes. Librerías que siempre estuvieron de parte de la cultura y del lector, y que ahora se han adaptado, vendido, la gran mayoría por exigencias del mercado, al poder editorial, al balance económico. No los culpo, solo constato una realidad.
Según datos de la UNESCO, en 2016 se editaron en el mundo 2,2 millones de libros. En España se calcula que unos 90.000 títulos cada año, sin contar las reediciones. Datos muy difíciles de cuantificar por las numerosas variables que entran en la ecuación como la autoedición, las publicaciones en las redes o a las que no se han registrado con un ISBN.
Pero a pesar de los datos, de conocer cómo funciona el sistema, tenía la esperanza de que al estar tanta gente involucrada en el proyecto su vida, su recorrido, se alargaría unos meses más. Está claro que me equivocaba, que los esfuerzos solo se hacen por lo que sientes realmente tuyo. Por eso mi sensación de haber fracasado, de no haber conseguido trasladar mi ilusión a todos los que participaron, por haber defraudado las expectativas que tenían cuando empezamos con el proyecto. Como los entrenadores que hablan tras la derrota, yo soy el único responsable de ella, y el equipo, el que ha posibilitado los pequeños éxitos que se hayan podido conseguir.
En su honor tengo que decir que disfrutamos de su creación, que fueron unos meses difíciles pero gratificantes por la generosidad de todos los que participaron, por la satisfacción del resultado final. Que entre sus páginas se acogieron, porque así se buscó, a científicos, educadores ambientales, ornitólogos, fotógrafos, unos con experiencia literaria, otros noveles en este campo, y a los que se les dio toda la libertad del mundo para enfocar su relato como les apeteciese.
Estoy convencido de que ese libro, siguiendo los parámetros de éxito en el mundo editorial, que solo son el número de ejemplares vendidos, podría haber alcanzado un modesto reconocimiento, pero es algo que nunca sabremos porque me decepcioné por el desinterés, la apatía, las complicaciones, e hice lo más sencillo y vergonzoso, dejar morir el libro. Quizás algún día tenga la fuerza, la capacidad, la ilusión, la habilidad para resucitarlo, mientras llega ese día, que la suerte le acompañe.
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