Dejó escrito Eduardo Galeano que, a veces,
el fútbol es una alegría que duele. ¡Cuánta razón llevaba el escritor uruguayo!
Quien tenga duda, que corra la banda de la memoria del futbol almeriense y que
repase mentalmente el partido de ayer en Leganés. La alegría llegó después de 97 minutos de sufrimiento. Las
lágrimas de los jugadores y aficionados quedarán para siempre en la
memoria del Almería.
En la historia del Almería la derrota y la esperanza han ido acompañadas siempre con la gloria o el miedo de perder y, si elegimos la opción de la balanza, han pesado más los desconsuelos del fracaso que las alegrías de la victoria.
Miro hacia atrás y recuerdo la noche de aquella primavera tardía de los últimos ochenta en la que Guillermo Blanes, a la intemperie del paseo marítimo y sin más equipaje que su ilusión compartió con Miguel del Pino y conmigo su voluntad de iniciar un camino de incierto recorrido. Un camino por el que ya habían transitado o estaban transitando tipos insensatos- las alegrías duelen en el alma y también en la cartera; ser presidente entonces tenía sus costes, ya saben- como Franco Navarro, Alfonso García primero, Meca, Orta o Pomares. Conviene recordarlo y recordarles ahora que el sol de la Primera ha vuelto a brillar tras la noche oscura de la Segunda. Sin ellos no estaríamos hoy donde estamos. Sin aquel pasado no gozaríamos de este presente. El fútbol lo han hecho grande en Almería quienes se atrevieron a caminar por la desolación del desierto acompañados por una afición tan invencible para las acometidas del simún de la derrota como minoritaria, un Guadiana Menor que aparece y desaparece según cotiza el equipo en el IBEX implacable de la clasificación.
Aunque anoche y hoy se inunden las calles de sentimiento rojiblanco, la afición almeriense no se comporta a la sevillana usanza o al bético modo. Somos un territorio contradictorio de emociones del que habría que huir cuanto antes.
Los éxitos de Alfonso García segundo movilizaron el ánimo colectivo y si Blanes y Meca, con el aliento de Martínez Cabrejas y Juan Rojas, habían hecho de cristos resucitando al Lázaro futbolístico, el aguileño nos regresó a la gloria.
Pero en el espacio tribal del campo las glorias son efímeras y bien sabemos qué poco dura la alegría en la casa del pobre. Durante dos temporadas regresamos del trance de la agonía victoriosos, pero en la conciencia colectiva estaba escrita la condena de que a la tercera acabaríamos en el pozo, quizá sin retorno, de la segunda B.
Fue entonces cuando apareció un ministro árabe rodeado de misterio, lleno de interrogantes y revestido del pontifical de la desconfianza. No fue, como en la canción de Serrat, caprichoso el azar. Turki y Alfonso se encontraron porque se fueron a buscar y, como el ultimo regate en el último segundo que acaba en gol, la venta del Almería al ministro árabe rescató al club de un presente que caminaba sin remedio hacia la decadencia para situarlo en la pista de despegue hacia un futuro esperanzador.
Durante dos años nos hemos quedado a las puertas del cielo. A la tercera ha sido la vencida. Hoy el Almería es un equipo de primera, tiene un campo de primera y ¿va a tener? una afición de primera. La duda no debe ofender. Los aficionados deben tomar conciencia de que su aliento es el viento que mueve al equipo en los minutos de desconcierto, en la melancolía amarga de las derrotas, en el ánimo que se sobrepone al sabor espeso de la decepción.
Me lo dijo Emery la noche de su histórico ascenso con el Almería mientras compartíamos asiento en el bus que recorría las calles en medio de aquella desbordada marea de euforia. “Para alcanzar el éxito son imprescindibles cuatro condiciones: tener un buen equipo comprometido con el objetivo que se persigue, estar dirigidos por una directiva consciente de que cada temporada es un camino lleno de dificultades ante las que no hay que perder los nervios, sentir el apoyo de la afición en cada minuto de cada partido y contar con el respaldo de los medios de comunicación generando un clima que propicie la victoria”. Desde que estrenaba a aquella santísima trinidad laica de Negredo, Corona y Soriano, hasta que dirigió vestuarios llenos de estrellas en los que se vestían Mbappé, Verrati o Neymar. Emery siempre ha sido un sabio, un filósofo práctico al que el fútbol almeriense le debe mucho. Mucho.
Dice el gran Eduardo del Pino que el fútbol no tiene memoria. Los noventa minutos de un partido siempre acaban relegados a la sentencia inapelable que marca el resultado tras el último suspiro del partido. Da igual cómo se juegue. Ganar o perder, esa es la clave efímera de esas alegrías que duelen. Todo lo demás es nostalgia.
La victoria de anoche será intensa, pero efímera. Tan efímera que, no lo duden, Tony Fernández recorrió esta madrugada la distancia que separa la redacción de La Voz y la Ser de Villa María pensando ya en la próxima temporada, en la nueva plantilla, en los sueños inalcanzables. Esos sueños que el redactor jefe de Deporte no alcanza a conciliar en las noches pospartido y que mi hermano Antonio Torres concilia mejor cuando gana el equipo. A mi hermano en la escritura Eduardo del Pino no le ocurre igual: si pierde el Almería, directamente no duerme.
La madrugada de este domingo impaciente por llegar a la plaza de las Velas, los aficionados habrán dormido menos, pero mejor. Y en ese umbral tenue entre la noche y el sueño habrán dibujado el gol de Sadiq en el minuto 19 aquel ya lejano lunes 16 de agosto en Cartagonova que abría el marcador y que fue el primer paso de una gran marcha que anoche llegó a su meta y que, si se cumplen los deseos de Turki y la utopía de la afición, no habrá terminado hasta llegar a Europa.
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