Musulmanes y Almería

Pedro Manuel de la Cruz
Director de La Voz de Almería

El lunes pasado más de 4.500 musulmanes celebraron con una gran concentración en la explanada del recinto ferial el final del Ramadán. La “Fiesta del fin del ayuno” se celebró de forma multitudinaria a primera hora de la mañana y continuó durante todo el día a nivel familiar. Normalidad absoluta en una celebración contemplada con absoluta normalidad. Todo es ya tan normal en la convivencia entre los almerienses de aquí y los almerienses que llegaron de la otra orilla del mar que la celebración del Ramadán ha acaparado más la atención por el coste físico que el ayuno provocaba los días de partido en la estrella del Almería que por el seguimiento que de este precepto hacían los más de ochenta mil musulmanes que ya forman parte del paisaje humano de la provincia.   

Tolerancia, respeto y normalidad. Tres maneras de contemplar una realidad que hay que poner en valor cuando, desde una trinchera y su contraria se pretende a veces situar a Almería como un territorio invadido por los moros o esclavizador de inmigrantes según quien dispara la mentira. Ninguna de estas dos barricadas argumentales tiene solidez y solo son defendidas por la extremada demagogia de quienes se parapetan en el maniqueísmo intencionado y simplista de reducirlo todo a blanco o negro en función de sus prejuicios étnicos o su barricada política.  

Cuando pase el tiempo y llegue la perspectiva que dan los años vividos, Almería será contemplada como un laboratorio adelantado de lo que va a ser la sociedad europea en los próximos (y cercanos) decenios.   

Una geografía en la que casi uno de cada cinco personas que la habitan han llegado de otros continentes y que han aportado su esfuerzo a consolidarla como una de las provincias españolas con menos paro, más creación de empresas y mayor PIB cuando, hasta hace poco más de antes de ayer, ocupaba el olvidado vagón de cola de la miseria, es un ejemplo revelador de que, como escribió Heródoto, “tu estado de ánimo es tu destino”. Cuando abandonamos el camino de perdición milenaria del ensimismamiento y la resignación, que tanto mal han hecho a esta provincia, llegó el progreso.   

Nadie dijo nunca que nada fuera fácil y ese cambio de vía que situó a la provincia en el camino correcto lo hicieron en primer lugar y principalmente los almerienses, pero, y esto no es un dato menor, también los que llegaron de otras orillas huyendo de la miseria, el hambre y la desolación.  

Esta es una realidad que nadie discute. Pero, a la vez, nadie debería caer en la ingenuidad de pensar que la nueva Almería que comenzó a construirse con el levantamiento de los invernaderos y la llegada masiva de inmigrantes no tiene, también, sus zonas de sombra, esa penumbra vaga y difusa por la que también transitan comportamientos inaceptables, actitudes detestables y situaciones que hay que desterrar si no queremos correr el riesgo de que la normalidad incierta en la que ahora transitamos no acabe convertida en un polvorín a punto de estallar.  

La tolerancia con que convivimos tiene que volverse intolerante ante situaciones incompatibles con la dignidad humana. Hay que acabar con los asentamientos ilegales y con las mafias que los controlan imponiendo la ley del más fuerte.   

Un grupo de almerienses está trabajando de forma inteligente en buscar soluciones a un problema que puede hacer saltar por los aires cualquier día, no solo la vida de los que allí malviven (que eso es lo más importante: no hay nada que más deba importar que la vida y la dignidad de cualquier ser humano, venga de donde venga y rece a quien rece), sino también, y junto a ese riesgo permanente, destruir la imagen de la agricultura más sostenible de Europa. Los asentamientos son escenarios vitales que, si ya eran inaceptables hace siglos, ahora son incompatibles con la dignidad, tanto de quienes allí malviven como de quienes los contemplamos.  

Sabina canta (tan mal, ¡pero a la vez tan bien!), que en la vida debemos aspirar a que ser valiente no salga tan caro y a que ser cobarde no valga la pena, y lleva tanta razón que enorgullece que sean un grupo de valientes almerienses los que se hayan puesto manos a la obra para demoler esos poblados construidos de plástico, alambre, extorsiones y cartón que todo el mundo ve, pero que nadie mira. Pero en esa labor es también vital que se impliquen los miles de inmigrantes que los habitan y quienes, compartiendo su misma nacionalidad y la misma fe, viven en condiciones alejadas de ese hacinamiento y conviven con ellos en los invernaderos y los almacenes. Salir de la miseria es un objetivo compartido, pero, también, una meta que no puede alcanzarse si todos- todos- no se ponen a trabajar conjuntamente. Los inmigrantes con influencia entre sus compatriotas también y en primera línea.  

Almería es un ejemplo de integración, pero, a la par, también debe trabajar para ser un ejemplo de cómo eliminar los agujeros negros que nacen al abrigo de una nueva realidad social, demográfica, étnica y cultural. Hay que acorralar esas zonas hostiles. Pongámonos de una vez manos a la obra. 

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