En la ciudad de Fairfield, en el condado
de Solano (California), late el duende almeriense. Allí está enterrado desde
1995 Manuel Campos Escaño, un hombre y
un nombre -quizá no tan historiado como el del pintor Federico Castellón o la
bailaora Carmencita Doucet- que contribuyó
con nobleza e ingenio a hacer más grande la leyenda de la provincia más pobre
de España en la diáspora americana. Era el hijo de un lubrinense llamado Juan Agustín Campos Martínez, un
modesto emigrante natural de un cortijo de El Pilar que en el año 1913
embarcó a la costa Oeste como sucesor de aquellos pioneros de la zona del
Andarax que fueron a buscar pepitas con un cedazo entre las aguas del río
Buenaventura, cuando la fiebre del oro
californiana ya había caducado.
Manuel Campos y su avenida |
Juan Agustín conoció en la larga travesía del barco Heliópolis a Gracia Escaño Díaz, oriunda del pueblo malagueño de Chilches con la que se casó en 1918 y con la que se avecindó en el poblado de Fairfield, a medio camino entre Sacramento y San Francisco. De inmediato, Juan se puso a trabajar en el mercado de sus cuñados , una especie de santuario de la tierra de origen para los emigrantes donde se vendían desde una lata de pimentón a una garrafa de aceite de oliva o una resma de hilos de azafrán.
Un siglo antes de que existiera el mercado Little Spain del célebre
cocinero José Andrés en Hudson Yards de Nueva York, ya había pequeñas
españas en toda California, desde Barre a Bermont o Vacaville, donde una
de las colonias más pujantes era la de los trabajadores almerienses que huyeron
de los atochares de esparto para
alcanzar una vida mejor, como
ahora huyen los africanos de Mali o de Senegal para llegar al
prontuario de los Campos de Níjar o a ese mar del plástico ejidense que se ve
desde el espacio exterior más que la muralla china.
Llegaron, como digo, esos almerienses como vaqueros a Lejano Oeste sin imaginar que con el paso de los años su tierra de origen también se convertiría en un émulo cinematográfico de todo lo que ellos acababan de encontrar. Se beneficiaron de unas tierras y de unos pastos fértiles. Se emplearon en ranchos recolectando y empacando frutas -como ahora hacen los negritos del Poniente- hasta ir prosperando. Al principio tenían que enterrar a los mayores en lugares apartados de los cementerios, alejados del resto de sepulturas de nativos anglosajones. En los bancos no les admitían como clientes y no aceptaban su dinero. Cualquier lugar de la casa era utilizado para guardar los ahorros españoles. Con el tiempo, como disponían de dinero en efectivo, se beneficiaron del crack del 29 y comenzaron a comprar tierras y haciendas de los americanos arruinados, lo que consolidó su despegue económico y respeto social.
Una de esas familias que había ido progresando fue la de los almerienses y malagueños Campos Escaño, cuyo primogénito, Manuel Campos Escaño, nacido en 1921, pudo llegar a graduarse como médico y ejercer en la pequeña ciudad de Fairfield que fue creciendo hasta llegar a contar con cerca de 100.000 habitantes.
Al mismo tiempo que su labor sanitaria, Manuel también dirigió el mercado de la Feria de Alimentos en Texas Street, una especie de Fruit Attraction a la americana. No debió ser un tipo tibio, el galeno lubrinense, el hijo de Juan Agustín, consagrado solo a recetar penicilina, sino que también se comprometió con su comunidad y fue elegido para el Concejo Municipal de la ciudad de Fairfield en 1958, cargo en el que duró veinte años, cuatro de ellos como mayor (alcalde). Las fotos de Campos, después de su victoria en las elecciones municipales lo muestran con traje, pajarita y lentes de montura gruesa. Su visión de futuro y liderazgo contribuyeron a que esa pequeña población californiana se beneficiara de los primeros servicios de atención cardiovascular del condado y de la creación de un nuevo ala en el Centro Médico de North Bay.
Uno de sus colaboradores en el Ayuntamiento, Gale Wilson, dijo de él a su muerte que pagaba de su bolsillo los impuestos municipales de diez de las familias más pobres de la ciudad y le ordenó “golpeando una mesa” que no lo revelara nunca a nadie.
Se hizo discretamente rico y junto a su esposa Dru, compró la Mansión Goosen, conocida como la Casa del Mayor, donde pernoctaron en varias ocasiones Ronald y Nancy Reegan, cuando el exactor era gobernador de California.
A su muerte en 1995, sus hijos, Susan y John, crearon un fondo benéfico para el hospital local y el Concejo de Fairfield, en pago al alto sentido cívico de su alcalde almeriense, rotuló una de sus principales arterias como Avenida Manuel Campos, denominación que aún se conserva.
Y allí sigue la estirpe de este personaje legendario a su manera un siglo después, derramados por el sur de California sus nietos y bisnietos, tiñendo con sangre almeriense esa tierra a la que su antepasado Juan Agustín llegó a la fuerza, acosado por el hambre, desde una aldea de Lubrín. Algunos de ellos han viajado para conocer esa tierra almeriense donde empezó todo, para llevarse unas piedras del cortijo, colocarlas junto a la tumba del abuelo y así cumplir una vieja promesa.
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