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In memoriam: Pepe 'El Almejero'

Manuel León
Periodista

Uno piensa que José Rodríguez Ros (Pepe el Almejero), que acaba de cerrar los ojos para siempre, llegó a Garrucha en el momento justo: finales de los vibrantes años 60, cuando todo estaba por hacer en esa villa de viejos palangreros. Garrucha, en aquel tiempo, empezaba a salirse de sus costuras de pequeño pueblo que solo tenía el mar delante. Principiaba a desarrollarse la flota de arrastre, la pesca de la gamba roja y los hermanos Rossell -José María y Luis- habían empezado a traer alemanes a los primeros hotelitos, el Costa Blanca y a Los Arcos. Fue entonces cuando apareció por Garrucha este cartagenero, que se acaba de ir con 73 años, para trabajar con los hermanos hosteleros catalanes. Pepe se colocó como camarero de Los Arcos, a servir raciones y combinados a aquellos primeros alemanes que aparecieron por el pueblo, que se bañaban de noche en la playa y bailaban en la terraza de madrugada con una botella de Cinzano en la mano. Así fue aprendiendo el oficio, cuando apenas había cumplido veinte años, Pepe, alternando también como camarero en La Bota, el primer pub o boite -como de denominaba entonces- que se abrió en el pueblo y que fue un ciclón de modernidad. Como digo, Pepe llegó a Garrucha cuando estaba todo por hacer, cuando todo parecía que arrancaba, como si germinara de pronto una nueva era después de una larga y pegajosa postguerra de emigraciones, hambres, sudores y lágrimas. 


Pepe fue alternando destinos, después de Los Arcos estuvo en el Hotel Tío Eddy y en el restaurante de la Estación de Servicio de Vera que regentaba Fernando el Campanero. Hasta que dio, por fin, con el negocio por el que será siempre recordado: el de la plancha de pescado, el del fogón más marinero, el de la sala de autopsias de tanto marisco como pasó por sus manos de artista. Porque Pepe, con una espátula en una mano y un puñado de sal en la otra, era capaz de crear música como Ara Malikian con el violín. 

Encontró, como digo, su golpe de fortuna, con mucho trabajo detrás, en una vieja caseta de redes de armadores que su amigo Yordy había convertido con la genialidad que le caracterizaba en una tasca de dos por dos metros para los pescadores bautizada como El Almejero. Allí empezó Pepe, con su mujer Catalina, a servir gloriosas sardinas a la plancha con botellines de cerveza. Era pescado recién capturado que se deshacía de bueno y que Pepe iba alternando por especies: un plato de jureles por aquí, medio lomo de atún por allá o unas rodajas de jibia delicada como la mantequilla o unos salmonetes saltarines. Se corrió la voz por la comarca y ya no eran solo los marineros cuando amarraban el barco los que componían el paisaje de clientes, también llegaban familias oriundas y veraneantes que se sentaban en cajas de cerveza Henninger ante mesas de latón, junto al rumor de los barcos, y despachaban cada noche varios platos del mejor género ungido en esa plancha imperial de Pepe. 

Después, esa proletaria taberna junto a la lonja y la fábrica del hielo, se convirtió en un restaurante de nueva planta, delante de donde había estado la caseta de la Guardia Civil del Puerto. Allí fue donde Pepe y su Almejero del alma tomó nombradía y postín en toda España. Quien quisiera probar la buena gamba de Garrucha, preparada por las mejores manos, tenía que acudir, como en una peregrinación mariana, al Almejero de Garrucha. Y lo mismo que hacía filigranas con el marisco y las brasas, preparaba con esmero una zarzuela o una cuajadera de gallineta o un arroz con bogavante. Porque Pepe fue ganando en excelencia, al tiempo que el local se le iba llenando y tenía que ir paulatinamente ampliando habitaciones. Dicen los que le conocieron en altamar, como su amigo Javier Reverte o Pepe el Vinagre, que era tan mal pescador de atunes como indiscutible cocinero. Porque no solo era trabajar: Pepe, de cuando en cuando, sacaba una botella de Mar de Frades en una cubitera y ponía unas raciones de concha fina o de caballa para los amigos que estuvieran en ese momento por allí. 

El Almejero -es justo decirlo- ha sido durante décadas un emblema de Garrucha, una marca registrada, un reclamo para miles de veraneantes y turistas que venían a Garrucha hechizados por la fama de este establecimiento que tenía en Pepe el alma de un flautista de Hamelín. Los últimos años, tras la brega continua que empezaba con los primeros cafés de madrugada para la marinería, lo veíamos siempre sentado en la primera mesa al entrar al comedor mirando algún partido de fútbol en la Tele, rodeado de fotos de sus amigos colgadas en las paredes, mirando moverse a lo lejos en el fragor del agua los barcos del Muelle, observando el trasegar en la lonja, viendo cómo remendaban las redes los armadores. Se ha ido Pepe y uno tiene cada vez más la sensación de que se está yendo una generación, esa que se sentaba en los bancos del Pósito o junto a las casetas del Pelaílla o de José el de la Margarita. 

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