Quizá no haya en la política española un apellido que refleje
mejor la personalidad de quien lo acompaña unido a su nombre que el del
fundador de Podemos. (Bueno, sí, quizá compita en ese nivel de identificación
el de Gabriel Rufián, pero las
extravagancias inteligentes del portavoz de ERC en el Congreso matizan los
delirios continuados de sus exabruptos).
David Bravo y Julio Rodríguez / La Voz |
Desde que comenzó a aparecer en el desfiladero de las tertulias televisivas, el líder más indiscutible por los militantes de Podemos, pero más discutido por los dirigentes/fundadores del partido -miren quién queda de la foto del primer Vistalegre- me ha recordado siempre a aquellos jesuitas de mi infancia que aparecían por vísperas de semana santa en el púlpito de la parroquia en la que yo era monaguillo.
Embutidos en la negrura de una túnica que solo contemplarla daba escalofrío y rodeado de aquellas inmensas telas moradas que abandonaban los armarios por Cuaresma para tapar las imágenes de los santos que descasaban en las capillas de los laterales de un templo que, después del miércoles de ceniza, se convertía en una casa deshabitada con los muebles cubiertos, los predicadores de la orden de san Ignacio clamaban contra los pecados del mundo y la carne en un tono permanentemente airado y despiadadamente amenazador. Yo asistía a aquellos apocalipsis de oratoria encendida desde el más absoluto desconocimiento. El dramatismo de las consecuencias trágicas que las debilidades humanas traían a quienes se dejaban arrastrar por ellas nunca traspasó la frontera de mi capacidad para entenderlas. Aquellos gritos solo me producían el aburrimiento del ruido y el sobresalto del trueno cuando el predicador alcanzaba con su voz al sonido estruendoso de la cólera.
Los monaguillos de entonces sabíamos latín -repetíamos la misa en el rito preconciliar de tanto oírla-, pero no entendíamos lo que decían aquellos truenos vestidos de nazarenos. El único consuelo para esa incapacidad de comprensión lo encontraba a la mañana siguiente cuando las feligresas que llegaban a la tienda familiar contaban con entusiasmo cómo había estado el sermón de la tarde anterior.
- El misionero de ayer -le decían a mi padre- hablaba que daba gusto oírle.
- ¿Y qué dijo?
-Ah, eso no lo sé, pero hablaba muy bien.
Desde que abandonó la vicepresidencia del Gobierno, Pablo Iglesias se ha reconvertido con más ímpetu que antes de llegar al altar de la sede parlamentaria en un predicador al apocalíptico modo y a la frailuna usanza. Desde el púlpito mediático del Ágora de la SER y RAC1, las redes sociales o desde YouTube, el líder de Podemos -Ione Belarra ni está ni se la espera, no se equivoquen, quien manda es él- imparte doctrina sobre los pecados capitales del capitalismo, la socialdemocracia y el régimen del 78, tres demonios distintos en una sociedad en la que él es el dios verdadero llamado por el destino para llevar a España a la tierra prometida del populismo.
Ahora, a sus muchos demonios particulares se les ha unido el rencor hacia Yolanda Díaz, la política a la que invistió manu militari sucesora a título de vicepresidenta y candidata de Podemos sin consultarle, ni a ella, ni a los militantes, y de la que nunca esperó que fuera capaz de escribir su propio recorrido sin vasallaje y sin tutelas.
En la guerra contra Díaz, las primarias abiertas se han convertido en el arma más utilizada para asegurar su posición en la batalla. La elección de candidatos a través de asamblearias maneras es una opción razonada y no está escrito que no llegue a ser eficaz. Díaz también la acepta y, si el personalismo y los rencores enquistados no marcaran la hoja de ruta de la izquierda de la izquierda -partidos pequeños, infiernos grandes- nadie pondría en duda el acuerdo.
Pero con lo que no está de acuerdo esta posición tan asamblearia de Iglesias y los fieles que le siguen es con las decisiones que él mismo adoptó cuando nadie discutía sus decisiones. Almería fue un ejemplo de cómo Iglesias ha dirigido -y continúan dirigiendo- Podemos desde el más absoluto cesarismo. La llegada a Almería de David Bravo y Julio Rodríguez para encabezar la candidatura de Unidas Podemos por la provincia es un ejemplo incontestable de todo lo contrario a lo que ahora con tanto énfasis predica. Bravo y Rodríguez eran -y son- un abogado y un general del ejército que no tenían ninguna idea de lo que es Almería. Dos paracaidistas de libro que fueron impuestos por Iglesias, no solo sin someterlos al voto de los inscritos o militantes de la organización en Almería, sino, incluso, sin consultar a ninguno de sus dirigentes provinciales. Todo un ejemplo de democracia interna y un espejo de trasparencia. Si el Papa nombra cardenales sin consultar con nadie, por qué no iba el líder de Podemos imitando a la Iglesia poder nombrar generales en las provincias asistido solo por su sabiduría.
Las contradicciones forman parte inevitable del recorrido vital de cualquier ser humano. Por eso no debía resultar extraño que al ejercicio del cesarismo de Iglesias le haya sucedido ahora una arrebatadora vocación por el asamblearismo ilimitado. Somos, ya digo, un campo de contradicciones. Claro que, si nos dejamos llevar por el iluminismo, quizá lo que ha sucedido es que, como Pablo de Tarso, Iglesias también se haya caído del caballo y haya visto la luz de la elección directa de los candidatos. Eso o que lo que quiera sea seguir montado en el caballo para continuar impartiendo doctrina.
No hay nadie más cínico que un cardenal ateo. La Iglesia e iglesias son dos ejemplos excelentes.
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