La primera vez que Julia fue consciente de que su padre era un maltratador apenas contaba ocho años y casi ni alcanzaba a mirar por encima del mostrador del negocio familiar. Aquella tarde de los primeros setenta, mientras partía en trozos las barras de hielo con que llenaba los frigoríficos, volvió a escuchar los gritos airados de su padre. Aquellas voces no le sobresaltaron, formaban parte de un ritual al que la inconciencia y la cotidianidad la había habituado. Lo que le sobrecogió el corazón fue contemplar desde la inocencia infantil de aquellos ojos marrones cómo su padre golpeaba una y otra vez el cuerpo y el alma de su madre con el bastón en el que él se apoyaba tras la cojera que la había provocado aquel accidente que le situó en el umbral de la muerte. Aquella fue la primera vez, pero no la última.
“Vivíamos en una ciudad muy lejana de Almería. Mi padre era un déspota egoísta que se escapaba de casa y del negocio familiar cada vez que quería, dejando a mi madre a cargo de todo, negocios e hijos. El aparecía a la semana como si nada, habiéndose gastado todo el dinero que se llevaba de la familia. Cuando mi madre se quejaba o le pedía explicaciones la golpeaba brutalmente y la insultaba sin piedad. Ella le decía que se quería separar y él se burlaba siempre con la misma frase: “¡eres una inútil, qué vas a hacer sin mí!”. Los golpes eran continuos sin importar el motivo. Cualquier cosa que le incomodase o no le viniera bien era suficiente para que se enfadara”, recuerda Julia mientras saborea un café mirando el mar y recuperando las olas imposibles de borrar de un recuerdo que, aunque ha dejado de doler, aún produce escalofrío.
“Uno de los recuerdos más impactantes que tengo es cuando golpeó a mi madre con un bastón en plena calle mientras los vecinos observaban impotentes. Una vecina le decía que la dejara, pero su marido la silenció diciendo déjalos no te metas, es asunto de ellos vámonos. Sobrevivir a esta violencia deja huella psicológica y vital. Mi madre, por efecto de esas palizas, quedó medio sorda porque uno de los centenares de golpe que recibió le reventó el tímpano. Para evitar que los hijos sufriéramos mi madre nos engañaba y decía que se había caído, que se había golpeado contra el cristal del coche o cualquier otra excusa. Salir de esa situación era casi imposible. Si una mujer se escapaba con su hijo, la Justicia la buscaba y podía quitarle a los hijos para devolvérselos al padre, se trataba de un delito de “abandono de hogar”. Yo pensaba que eso solo me pasaba a mí y en el colegio no decía nada de lo que ocurría en mi casa. Después supe que era bastante habitual, pero todos callábamos”.
La situación llegó a ser tan insoportable que un día, su madre miró el mapa y buscó el punto más alejado de la ciudad donde vivían y del horror al que sobrevivían. Almería, ese podría ser el refugio en el que encontrar amparo contra la crueldad. Con apenas lo puesto, una mañana se subió al tren con dos de sus hijos y viajó hacia este mar del sur tan lejano como desconocido. Con la ayuda de un paisano sobrevivió a la soledad y a la pobreza de los recién llegados y con una invencible capacidad de trabajo y de lucha logró salir adelante y reunir a los hijos que habían quedado con el maltratador.
“En aquellos años- me sigue contando Julia- no recibió ninguna ayuda por parte de nadie, no había reconocimiento de esta violencia, no había ayudas. Los vecinos del edificio donde vivíamos miraban a mi madre de reojo, ya que en 1980 no había divorcio y una mujer sola con hijos no era muy habitual. Mi madre tampoco recibió un solo céntimo de mi padre, nadie lo obligó y él tampoco consideró que debía dar nada. Por supuesto la vida no fue fácil para nosotros, pero logramos sobrevivir gracias a que ella trabajaba de noche y de día. Cuando muchos años después recibí la noticia del fallecimiento de mi padre no sentí ninguna emoción”.
Aquel tiempo de silencio y horror ya forma parte del recuerdo, pero J lo ha querido recuperar porque “ahora hay quien se permite el lujo y el pecado de negar que existe la violencia machista. Hay quien juega con el término de violencia intrafamiliar, como si pudiera ser la misma cosa para negar que son las mujeres específicamente quienes son asesinadas. La violencia machista debe y está de hecho perseguida por la Ley. Si pasase a ser intrafamiliar volvería a ser considerada como un asunto privado. Volvería a ser un crimen pasional por amor o desamor, porque el marido es un celoso y la maté porque era mía y de nadie más”.
María la madre de Julia continúa viviendo en la ciudad en la que encontró la paz. Ella y sus hermanos la cuidan con mimo y atenúan con ternura los atardeceres en los que la sombra de la memoria se hace tan intensa que casi la borra. Da igual. Para ellos siempre será la mujer que rompió la cárcel del horror y venció a la crueldad del machismo.
María lo consiguió. Muchas otras encontraron la muerte en el camino y son muchas las que todavía permanecen acorraladas en esa cárcel invisible del terror que tantos no solo no quieren ver, sino que, con su voto fortalecen sus barrotes y hacen más difícil escapar de esa barbarie para volar en libertad.
La violencia machista existe y hay que elegir: o se está con las maltratadas o con los maltratadores. Yo estoy con Julia y con María. Y usted, ¿con quién está?
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